Diego Velicia, psicólogo del COF Diocesano de Valladolid.
A veces a los padres nos gustaría transmitir nuestros valores a los hijos, nuestras formas de pensar y situarnos ante el mundo. Por ejemplo, nos gustaría que fueran austeros y no despilfarraran los bienes materiales. O que valorasen el esfuerzo por encima del resultado. O que vieran lo importante que es la generosidad con los demás.
En algunos casos, este deseo proviene de considerar esos valores como parte del patrimonio familiar que se debe transmitir de generación en generación porque son “los nuestros”. De forma que aquel no tiene esos valores es un poco menos “de los nuestros” que el que se mantiene fiel a ellos y los conserva. Cuando esto sucede, la presión del grupo familiar puede volverse asfixiante para sus miembros y dificultar su desarrollo personal.
En otras ocasiones, simplemente existe el convencimiento bienintencionado de que esos valores son buenos para nuestros hijos, porque han sido buenos para nosotros. Algo así como “esto es lo bueno, y si es bueno para mí, será bueno para ellos”.
Y nos imponemos como padres la tarea de transmitir esos valores, sin ser conscientes de que esos valores no se pueden transmitir…
– Pare un momento, pare un momento… ¿Está usted diciendo que los valores no se pueden transmitir? ¿Que no se pueden transmitir la austeridad, la responsabilidad o la generosidad a nuestros hijos?
– Pues sí, algo así, quiero decir…
– Y entonces ¿para qué estamos los padres si no es para educar en valores a nuestros hijos? ¿No ve usted que ni la escuela ni nadie educa en valores?
– Pues voy a intentar explicarme, si me lo permite…
Es claro que los padres estamos, entre otras cosas, para educar a nuestros hijos. Pero esa educación no es unidireccional, de nosotros a ellos. Si analizamos nuestra experiencia como padres, descubrimos que los hijos también nos educan a los padres. Es decir, que los padres aprendemos de ellos, ajustamos nuestras conductas a sus necesidades y etapas del desarrollo y vamos evolucionando en nuestras formas de actuar. No somos los mismos padres cuando tenemos nuestro primer hijo que cuando tenemos el tercero, tenemos otra edad, otra experiencia…
Y, además, tanto a los padres como a los hijos nos influye el contexto. No somos los mismos antes, que después del coronavirus, por poner un ejemplo. La primera cuestión, por tanto, es que padres e hijos nos educamos mutuamente en medio de un contexto.
La segunda cuestión tiene que ver con la libertad. No fuimos libres para elegir los genes que, en buena medida, nos conforman. Pues bien, estos valores de los que hablamos no se transmiten como se transmiten los genes, es decir, sin mediar la voluntad del receptor. Más bien necesitan de la adhesión libre del receptor para ser incorporados a la propia vida.
El problema viene cuando los padres intentamos imponer esos valores a los hijos a través de técnicas como la vigilancia, la rendición de cuentas, el sermoneo, el soborno… Lo bueno que pudiera haber en esos valores queda contaminado por el grado de imposición con el que se presentan. Esa imposición produce un rechazo que acaba provocando el rechazo del valor en sí mismo. Esto puede suceder incluso con la fe de los hijos.
Que los padres vivamos esos valores y lo hagamos con alegría es una condición imprescindible para posibilitar que los hijos se adhieran, pero no basta. Hará falta su libre adhesión y eso ya no está de nuestra mano. Sí está de nuestra mano crecer en la vivencia de nuestros valores y en hacerlo con alegría. Crezcamos en eso.