Autor: Javier Fariñas
Fuente: Revista Mundo Negro
Los espacios cortos son un laberinto para los periodistas, sobre todo cuando tenemos que poner contexto a escenarios complejos y llenos de trampas. La falta de tiempo, de espacio o de ganas (por saber qué ocurre) pone a la sombra demasiados temas, de los que no se habla en los medios. Y de ese silencio querido o impuesto saben mucho los africanos. Si no, no se entiende que se hable tan poco de un conflicto como el de Tigray, en el que se mezclan las ansias de poder de su primer ministro, Abiy Ahmed, con los intereses de los tigrinos o la influencia logística y militar del ahora amigo eritreo (después de la guerra que libraron Etiopía y Eritrea entre 1998 y 2000, y tras casi dos décadas de litigio, el presidente eritreo, Isaias Afewerki y el primer ministro etío pe, Ahmed, firmaron en 2018 en Arabia Saudí el acuerdo de paz que ponía fin al conflicto. El etíope recibió un año des pués el Nobel de la Paz). Lo que debería ser una crisis prioritaria para la comunidad internacional –con miles de desplazados en Sudán y en la propia Etiopía– no preocupa en Occidente, a pesar de que ya amenaza con aparecer en escena el hambre. La ONU ha advertido que se pueden dar unas circunstancias similares a las que sufrieron en el país en 1984 y que tuvieron como resultado la muerte de cerca de un millón de personas por inanición.
Del este al oeste, de Etiopía a Burkina Faso. El asesinato de dos periodistas españoles, David Beriain y Roberto Fraile, puso en alerta a nuestros espacios informativos. Después del fogonazo, el silencio se volvió a cernir sobre este país y su entorno que, desde hace años, es tierra fecunda para el auge del terrorismo yihadista. Nos despeñamos detrás de nuestros políticos cuando anuncian visitas, giras o se engolan con declaraciones que tienen más de propaganda que de honesta preocupación por lo que ocurre. Seguimos dóciles a los poderosos y dejamos en la sombra a las víctimas, a los que sufren cada día ese terrorismo latente o evidente. No parecen importarnos las causas, los motivos, los contextos que explican algo que no se fragua de un día para otro. Lo que ocurre ahora en Burkina Faso, en Malí –país que ha vivido dos golpes de Estado en menos de un año– o en Níger es una entelequia a la que no parece que estemos dispuestos a prestar atención.
Pero no todo nos es tan ajeno y distante. La llegada de miles de marroquíes y subsaharianos, la mayoría de ellos jóvenes, a las calles de Ceuta hace unos meses, nos permitió tocar de refilón otro de los conflictos mudos del continente africano, el de Sahara Occidental, en el que nuestro país tiene una responsabi lidad ineludible. Poco importa que Marruecos esté esquilmando los recursos saharauis, que haya construido en pleno desierto el muro defensivo más largo del mundo, o que vaya ocupando física y diplomáticamente un territorio que no le pertenece. Mostramos indiferencia ante una realidad incómoda e injusta: los saharauis son prisioneros en su propio territorio.
Por falta de tiempo o de espacio hemos cogido la costumbre, o el vicio, de no hablar de África. Y esa actitud es, me temo, un error.