Fuente: lamarea.com
Autor: Javier Bauluz, texto y fotos
¿Recuerdan la foto? Una pareja de bañistas frente al cadáver de una persona migrante subsahariana tras naufragar su patera. «Ahora ya no es solo indiferencia, ahora también es odio», resume el autor, el fotoperiodista Javier Bauluz.
El 2 de septiembre de 2020 se cumplen 20 años de las fotografías que hice en la Playa de los Alemanes, en Tarifa, Cádiz. “Camino hacia el cadáver con una idea en la cabeza: desde el otro lado se podrá ver el muerto y la playa llena de gente disfrutando. Nosotros y ellos en el mismo espacio pero en dos mundos distintos. La gente continúa su vida playera, se bañan, siguen tumbados, los niños chapotean en la orilla. Solo algunos bañistas, cinco o seis, comentan en un corrillo la tragedia (…) Por desgracia, no me sorprende en absoluto. Es la misma indiferencia que he visto tantos días con la suerte de los inmigrantes. No es asunto nuestro. Son erizos o bestias de trabajo, no son ‘personas humanas’ (…) Llego a las rocas que se dibujan al final de la playa. Ante mí, el cadáver del inmigrante y una playa llena de gente, y sombrillas. La primera, la de la pareja de la primera foto” de aquella tarde en la playa.
Releo este texto que escribí entonces y me pregunto: ¿Hemos cambiado nuestra mirada sobre ‘ellos’? La respuesta es sí. Ahora ya no es solo indiferencia, ahora también es odio, inducido con patrañas e inoculado por el nuevo fascismo ascendente en millones de corazones, almas y votos ante el silencio cómplice de algunos que se autoproclaman respetuosos con los derechos humano. Son los nuevos judíos.
Llevo 25 años cubriendo migraciones en España y otros lugares del mundo. En 1994 fotografié a un millón de refugiados muriéndose de cólera delante de mi cámara, más de mil al día, en la frontera de Ruanda con el actual Congo. En 1996, leí en un periódico: “Impermeabilización de la frontera de Ceuta”. Fui a ver. España empezaba a construir las vallas de Ceuta y Melilla, financiadas por Europa. Un guardia civil decía que las saltarían pasando por encima de los cadáveres de los que morirían a pie de valla, como los conejos en Australia. Hasta ese momento nadie moría. Cruzaban la frontera con Marruecos caminando por el monte, pero con las vallas tuvieron que cruzar el mar arriesgando sus vidas. En el 2000 cientos de pateras cruzaban el Estrecho y cientos morían.
No había dispositivo de ayuda a pie de playa. Los que llegaban vivos, heridos, quemados o con hipotermia estaban tirados en playas y roquedales durante cinco o siete horas, ya bajo custodia policial. He sido testigo de cómo guardias daban el biberón a bebés hambrientos, con su propio dinero, y de cómo vecinos ayudaban o daban refugio clandestino a los migrantes para que no fueran deportados. También he visto la indiferencia, sobre todo en instituciones y gobiernos. Pero nunca el odio y la criminalización política interesada que sufren ahora.
Informé a Médicos Sin Fronteras. Vinieron, vieron y montaron una operación de emergencia humanitaria en el sur de la UE. Con su ejemplo y testimonio lograron que las instituciones actuaran. En 2001, al cerrar los 14 kilómetros del Estrecho, pagando a Marruecos como policía malo, las personas migrantes tuvieron que cruzar el Atlántico, desde el sur de Marruecos hacia Fuerteventura, Canarias. 100 kilómetros de travesía. Después tuvieron que salir de Mauritania y Senegal al cerrar las rutas con acuerdos bilaterales, dinero y represión. Quizá miles se hundieron en esta gigantesca fosa marina.
Tampoco había asistencia humanitaria y algunos guardias les compraban bocadillos. Los encerraban durante 40 días, sin ver el sol y sin médicos, en la siniestra sala de maletas del viejo aeropuerto, de donde salían millones de turistas. También Médicos Sin Fronteras fue avisado, actuó. Entonces encarcelaron a personas no delincuentes en un campo de concentración llamado CIE. Mientras nuestros campos se llenaban de trabajadores migrantes sin derechos, nuestra economía crecía. He sido testigo de manifestaciones y encierros en iglesias en Lorca, Murcia, cuando el entonces ministro Mayor Oreja hizo la ley, vigente hoy, que obliga a deportar a los indocumentados. Recuerdo el terror esperando a que llegaran camiones para llevárselos. Hoy siguen esclavizados y en condiciones inhumanas, como jornaleros, con papeles o sin ellos, en asentamientos de chabolas que les queman cada poco, algunas a 50 metros de un centro comercial de multinacionales. Lepe, en Huelva, el Ejido, en Almería, o Lleida siguen siendo símbolos de la explotación humana. Y muchos continúan con el miedo a ser deportados.
Muchos ciudadanos votaron por un gobierno progresista pensando que tendría más respeto por los derechos humanos, pero el ministro Grande-Marlaska hace feliz a la ultraderecha patria con sus políticas represivas. Construye un muro en Melilla más alto que el de Trump, logra que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos acepte las deportaciones ilegales masivas, tiene a 1.500 personas encerradas en Melilla en el CETI durante la pandemia…
Ha reabierto la ruta a Canarias al cerrar la del Mediterráneo y prohibir a Salvamento Marítimo rescatar en parte del Mar de Alborán. Y dar 140 millones a Marruecos para reprimir. Mueren decenas y morirán cientos o miles. También prohíbe la libertad de información, impidiendo el acceso a periodistas llegar a un kilómetro del puerto canario, mientras la cuenta de Twitter de Salvamento solo informa de rescates de personas no negras o morenas. Ni los más duros ministros del PP se atrevieron a tanto.