Mª Isabel Rodríguez
Los hijos, y todos somos hijos, guardamos siempre historias en nuestra mochila; historias que vivimos durante la infancia. Y cuando llegamos a cierta edad, ganamos en perspectiva y experiencia; podemos revivir aquellos momentos, normalmente con gratitud. Y eso es lo que le sucedió en esta historia.
Corría el año 1887, tal día como hoy, un 4 de agosto, nació Guillermo Rovirosa. Cuando te acercas a conocerlo, como lo hice yo, descubres que lo más importante para él era el amor a la verdad y esto lo encarnó hasta sus últimas consecuencias a lo largo de toda su vida que se apagó en febrero de 1964.
De cara a profundizar en algunas claves para educar me voy a detener en un relato autobiográfico de Rovirosa que aparece en uno de sus escritos titulado ‘El primer traidor cristiano: Judas de Keriot, el apóstol’ (1959-1960). En el que describe la relación suya con su padre, cuando le regañaba por haber hecho una gamberrada siendo un crío.
El cuadro que dibuja y describe con sus palabras es fácil de imaginar. Su lectura pausada nos ayudará a reconocer lo que hay en nosotros de hijos y/o padres y cómo transmitimos el legado de un ideal en la vida cuando educamos.
Hoy 4 de agosto traigo a la luz un pedacito de su vida como reconocimiento de su testimonio. Hay pequeñas lecciones magistrales que forman parte de nuestra infancia y que todos custodiamos en nuestra mochila; basta con querer encontrar el momento preciso para revivirlas con agradecimiento como hizo Guillermo.
El relato de Guillermo Rovirosa dice así:
“Mi padre no me pegó nunca. NUNCA. Escribo esto con lágrimas en los ojos, con un reconocimiento inefable del bien que me hizo ¡Qué Dios se lo pague! Dios se lo está pagando un poco con estas lágrimas mías. La cosa iba así (¡bendita sea su memoria!):
Siempre esperaba que hubiera pasado algún tiempo entre la fechoría y (digamos) corrección. Aprovechaba algún momento en que yo estaba junto a él y me decía:
Ven, hijo, ven (y me sentaba sobre su rodilla). Tu sabes que yo te quiero mucho, ¿verdad? Y tú también me quieres mucho, ya lo sé. Sí, sí, ya lo sé que me quieres. Los dos nos queremos mucho. ¿Y sabes por qué te quiero? Pues te quiero porque siempre dices la verdad. Ya que lo más asqueroso de una persona es el mentir; el mentiroso es más repugnante que los animales, que no mienten nunca. Ya me hablaba de la verdad y de la mentira como habría podido hacerlo con un hombre de sus años. Y yo empezaba a temblar.
Entonces me preguntaba: ¿Qué pasó ayer, a tal hora, en tal lugar, con tal persona? Dime la vedad porque yo ya sé que tú no puedes mentirme……Y verdaderamente yo no podía mentirle. Me acariciaba y me iba diciendo: ¿Te parece bien esto? ¿Te gustaría que te lo hicieran a ti? ¿Estas contento, ahora, de haberlo hecho? Yo ya sé que lo has hecho sin pensarlo. Yo también hacía cosas así cuando era como tú. ¿Otra vez lo pensarás más, verdad? Yo ya sé que me quieres y no deseas entristecerme, y yo te quiero porque siempre dices la verdad.
Ordinariamente la cosa no iba tan lejos, porque yo me abrazaba a su cuello con fuerza y, llorando, sólo le pedía que se callara, que ya no lo haría más, pero que no siguiera hablando…Aquellas palabras me revolvían las entrañas.
Dame un beso. De dos ‘yemas’: uno en cada mejilla. Ya sabes que te quiero mucho. Y yo sé que tú siempre me dices la verdad…Así iban las ‘palizas’ de mi padre. Y puedo asegurar que hoy (y hace más de medio siglo) todavía me escuecen.
Ahora (¡hasta ahora!) empiezo a darme cuenta de ciertas cosas. La primera, y seguramente la principal, es que mi padre empleó conmigo el método cristiano, sin tener quizá demasiada conciencia de ello. Y pido permiso para una ligera digresión, que no se aleja de tema (…) hace un par de años descubrí la mansedumbre”.
Hasta aquí el texto de Rovirosa.
Paso a comparto algunas reflexiones tras su lectura detenida, lenta y cercana y que lógicamente no se agotan aquí. Digamos que sirven a modo de aperitivo para que podamos dialogar con nuestra propia historia, cada uno con la suya. Aquí van algunas pistas que nos deja el texto anterior para educar y educarnos.
1.- Existen momentos óptimos para educar y debemos estar atentos para reconocerlos. Esos tiempos hay que atraparlos y aprovecharlos porque nunca vuelven. Así por ejemplo la infancia. El padre de Guillermo Rovirosa murió cuando él tenía 9 años y en esos pocos años ya le dejó una herencia para toda la vida: le transmitió el amor por la verdad.
2.- La paciencia es una virtud que la cultivamos gracias a los demás y los niños colaboran con grandes dosis a ello. Una premisa que no falla nunca, que comparto siempre con mis estudiantes en clase y me aplico es la siguiente; ‘ten al menos la misma paciencia como la que han tenido contigo a lo largo de toda tu vida’. Desde esta perspectiva ganamos en tiempo, pero sobre todo, en comprensión.
3.- El arte de preguntar sin que el niño perciba que es un interrogatorio sólo es posible si creamos un ambiente de confianza. No se trata de preguntas para responder sino para caer en la cuenta, ‘sólo le pedía que se callara, que ya no lo haría más’.
4.- No olvidar nunca que también fuimos niños y ser capaces de reconocer que ‘yo también hacía cosas así cuando era como tú’, establecer un vínculo de complicidad que permite crecer a ambos, porque además de responder a la verdad el educar nos compromete.
5.- Emplear palabras propias del universo del niño que no necesitan ser explicadas ‘ya que lo más asqueroso de una persona es el mentir; el mentiroso es más repugnante que los animales, que no mienten nunca’. La premisa ‘cuanto menos expliquemos mejor’ la aprendí de un gran maestro y es una gran verdad.
6.- Nunca es tarde para aprender. Rovirosa reconoce que ‘‘hace un par de años descubrí la mansedumbre’. Si educamos, desde la infancia, en la verdad facilitamos el utillaje necesario para un largo viaje ‘sin tener quizá demasiada conciencia de ello’ y navegar así por las distintas etapas de nuestra vida, cual velero que despliega sus velas para ‘educar’ y que en palabras de Gabriel Celaya nos hace soñar.
Es consolador soñar
mientras uno trabaja,
que ese barco, ese niño
irá muy lejos por el agua.
Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras
hacia puertos distantes,
hacia islas lejanas.