Juan Carlos Botero
Fuente: zendalibros.com
Es infalible. Cada vez que observo El tres de mayo de 1808, el famoso cuadro de Goya pintado en 1814 que cuelga en el Museo del Prado en Madrid, se me humedecen los ojos. Porque me pasa igual que cuando contemplo cualquier obra maestra, como por ejemplo una escultura de Bernini o Miguel Ángel: comprobar, admirado, que una piedra tallada, una materia inerte, pueda conmover de tal manera. Y aquí sucede igual, pues es asombroso que un viejo lienzo, con sólo formas y colores, pueda expresar tanto.»En esos instantes previos a la muerte todos actúan de manera distinta: unos se cubren los ojos, otros rezan y otros sollozan desesperados»
Porque ésta es una de las grandes pinturas del arte universal. El tema es el levantamiento del pueblo español contra las fuerzas de Napoleón, el 2 de mayo de 1808, y la represalia brutal del ejército francés al día siguiente. En la colina del Príncipe Pío, sobre un fondo nocturno donde se entrevén los tejados de Madrid, los patriotas son llevados como ovejas al matadero. Contra un muro de piedra, ferozmente iluminado por un farol en el suelo, el pelotón de fusilamiento le dispara a bocajarro a los ciudadanos inermes, y a sus pies yacen los primeros cadáveres. En esos instantes previos a la muerte todos actúan de manera distinta: unos se cubren los ojos, otros rezan y otros sollozan desesperados. Pero allí, casi en el centro del lienzo, un solo hombre, de rodillas y vestido con un camisón blanco y dramático, hace lo que puede en el segundo final de su vida: se abre de brazos como Cristo en la cruz y ofrece su pecho a los fusiles, en un acto estremecedor de protesta y coraje. ¿Un gesto inútil, como sugiere el cadáver sangrante en la tierra, que espeja el mismo ademán de los brazos abiertos? Quizás. Pero es un gesto ejemplar, porque cuando todo está perdido, parece decirnos el gran artista español, todavía queda un resquicio para el desafío. Para el acto heroico. Para la dignidad.
La alusión a Cristo no es casual. La postura de este mártir anónimo de brazos abiertos y la herida en su mano que evoca los estigmas establecen un paralelo deliberado, porque su acto de grandeza, como el de Cristo, triunfa sobre la barbarie de sus asesinos. Este patriota cae de rodillas pero no está vencido, y por eso es uno de los mayores símbolos de resistencia y valor ante la muerte de todos los tiempos.»Ésa es la figura de Goya: sólo le resta caer, pero a diferencia de los otros, su caída es heroica. Y su gesto nos salva a todos»
Por su lado, los soldados apuntan sin piedad y disparan a quemarropa. De rostros ocultos, parecen robots más que seres definidos. Es la primera vez que un artista retrata al verdugo así, anticipando lo que será un rasgo aciago de la violencia moderna: no el combate cara a cara, donde el hombre toca y huele y ve el rostro crispado de cólera o dolor del enemigo, sino el cobarde que mata a distancia, oprimiendo un botón o soltando bombas desde el aire para evitar ensuciarse las manos.
Sin embargo, la figura que nos conmueve es ese hombre humilde, de tez morena y patillas negras, que muere de ojos abiertos. Porque evoca la película El león en invierno, con Peter O’Toole. El rey, Enrique II, decide matar a sus hijos. Éstos aguardan su suerte en un calabozo y uno dice: «El rey no me verá suplicar». Otro responde: «Eres idiota; vamos a morir y no importa la manera que un hombre cae». Y su hermano replica: «Cuando la caída es lo único que queda, importa mucho». Ésa es la figura de Goya: sólo le resta caer, pero a diferencia de los otros, su caída es heroica. Y su gesto nos salva a todos.