Esclava sexual de Kony: “Reconozco mi sufrimiento, pero me niego a vivir en el duelo”

Fuente: El País, Planeta Futuro

Autor: Rodrigo Santodomingo

Tan utilizado en películas, terapias y hasta realities, el término superviviente se va desgastando por abuso. Su noble significado pierde fuelle. Pero al referirse a Victoria Nyanjura (Oyam, Uganda, 1982), la palabra retoma el vuelo del ave fénix. La ugandesa sobrevivió a ocho años de secuestro por el Lord Resistance Army (LRA), un grupo armado cuasi mesiánico que aterrorizó el norte de su país desde su creación en 1987 hasta bien entrado el siglo XXI.

Un nefasto cóctel de delirio bíblico, culto al horror y cálculo geopolítico se cebó con los más vulnerables. Se calcula que unos 30.000 menores fueron obligados a empuñar las armas o a servir de esclavas sexuales. Hace años que el LRA permanece casi inactivo, pero su fundador, Joseph Kony, continúa libre, se cree que en la selva de la República Democrática del Congo.

Nyanjura fue una de las 30 Aboke girls —por el nombre del internado católico donde dormían— que en 1996 cambiaron el colegio por un largo calvario. Tenían 14 años. Algunas no volvieron a casa. Ella logró escapar en 2004 con los dos hijos que alumbró durante su cautiverio. Se empeñó en retomar su vida allí donde le obligaron a dejarla aquella noche de 1996. Y logró forjar, con admirable tesón, una carrera volcada en que la paz arraigue en su país.

Tras aprobar la Secundaria, Nyanjura cursó Estudios de Desarrollo en la Universidad de Kyambogo, en Kampala (Uganda) y un máster en Asuntos Globales, gracias a una beca de la Universidad de Notre Dame (EEUU). Ha creado su propia ONG, Women in Action for Women, que apoya la rehabilitación educativa y laboral de otras víctimas de violencia sexual. Actualmente trabaja como consultora desde Uganda para la International Justice Mission, con sede en Washington, y es una de las fundadoras de la Global Suvivor Network. En 2019 recibió el premio Ginetta Sagan, creado por Amnistía Internacional para reconocer la lucha por la dignidad de la mujer.

Pregunta. Siempre menciona una conferencia sobre víctimas de la guerra a la que asistió en 2013, siendo aún estudiante universitaria, como el momento en que decidió alzar su voz. ¿Se sorprendió a sí misma aquel día?

Respuesta. Me enteré de que el Gobierno ofrecía el mismo paquete de ayudas a los miembros del LRA y a las mujeres que habían sido secuestradas. Recibiría el mismo dinero un combatiente que se acogiera a la amnistía, y una mujer que volviera a casa con dos o tres hijos concebidos durante su cautiverio. Era demasiado injusto. Me costó mucho, sentía un miedo terrible, pero tuve que decir lo que pensaba.

P. Desde entonces, su activismo ha contribuido a lograr un trato más justo para las niñas y mujeres víctimas del conflicto. ¿Ha ayudado también a que se revisen patrones de género que ya existían en Uganda antes de la guerra?

R. La propia guerra precipitó el cambio. Los conflictos suelen disparar formas de violencia consolidadas. Pero también sacan a la luz otras tensiones subyacentes, y esto facilita la transformación. A los hombres del norte de Uganda se les despojó de su estatus en la familia, ya que durante la guerra estaban luchando o escondidos. Las mujeres tuvieron que salir a buscar el sustento para los suyos, arriesgando su vida. Y muchos hombres han asumido que sus mujeres son perfectamente capaces de hacer lo mismo que ellos. Quizá hasta demasiado… [ríe].

P. ¿Se han malacostumbrado?

R. Algunos se han vuelto perezosos. Hasta el punto de que algunas organizaciones que trabajan sobre el terreno ya no tienen que insistir en que las mujeres pueden contribuir a la economía familiar, sino más bien en que los hombres deben hacerlo también. A veces, si la mujer se niega a soportar todo el peso económico del hogar, el hombre se va de casa para buscarse otra que acepte sus condiciones. Y la mujer se queda sola con los hijos, lo cual es otra forma de violencia.

P. Muchas de las que volvieron de su cautiverio, sobre todo si lo hicieron con hijos, sufrieron y aún sufren el estigma. Usted tuvo más suerte, ya que sus padres la recibieron con cariño y aceptación plena.

R. Mi caso fue excepcional. La mayoría fueron muy duramente juzgadas, marginadas por todo su entorno. Así que pensaron que su única opción era buscarse un hombre y asentarse con él. Algunas lo lograron, y fue el peor error que pudieron cometer. El marido empezó a sentir la presión, las preguntas insistentes: “¿Por qué te estableces con una mujer así? ¿De entre todas las que hay no puedes encontrar nada mejor”. Y al final abandonaron el hogar, dejando a su mujer con nuevos hijos a los que mantener ella sola. El silencio de las armas no significa la paz.

Para Nyanjura, la justicia es una senda hacia un horizonte de paz estable. Un camino seguro que permite avanzar con firmeza a las y los supervivientes, un terreno que se va allanando poco a poco. Los tratados y acuerdos, sus firmas grandilocuentes y vagos compromisos, pueden empujar en la buena dirección. Aunque en ocasiones nublan, con su aire de tema zanjado, la necesidad de enfoques holísticos, a largo plazo.

P. Habla con frecuencia de su necesidad de admitir lo que le ocurrió y de seguir adelante. Pero su compromiso le enfrenta una y otra vez con su pasado. ¿Hay dos Victorias? ¿La que se cuida a sí misma y la que ayuda a otras supervivientes? ¿No colisionan a veces?

R. Tengo claro que no puedes ayudar a nadie si antes no te has ayudado a ti misma. Lo primero que tuve que hacer fue reconocer lo que había ocurrido, mi sufrimiento, y que nunca podría cambiarlo. Y desde ahí, sabiendo que mi cautiverio siempre me acompañaría, empecé a vislumbrar qué podría hacer en adelante. Sin negar mi pasado pero sin vivir en él, en el duelo, sino proyectándome hacia el futuro.

P. Volver a la escuela fue de enorme ayuda.

R. Al principio no podía concentrarme, los recuerdos se agolpaban. Aunque la propia exigencia académica me benefició. Los exámenes, tener nuevos desafíos… Poco a poco descarté mi idea inicial, que era convertirme en ingeniera, y fue emergiendo una vocación de servicio al prójimo. Se fue asentando el plan de dedicarme a ayudar a otras mujeres que había pasado por lo mismo que yo. Mis padres me dijeron que era una pésima idea, que el trauma volvería. Pero yo sentía que tenía que estar con ellas. No tardaron en entenderlo.

P. Supongo que no se trata de una secuencia perfecta: primero se cura una totalmente, y entonces puede ayudar a los demás. Compartir experiencias parecidas puede resultar muy sanador.

R. Una nunca está curada del todo. Aún tengo momentos en que me rompo por dentro, me derrumbo. Pero para implicarse en la ayuda a otras, una ha de haber adquirido una base, un punto de partida. Y, desde ahí, apreciar las ventajas curativas de la escucha, del sentido de pertenencia, de la alegría que supone ver sonreír a alguien que antes era incapaz de hacerlo. Compartir es tomar conciencia de que una sola no puede. Con vistas a reclamar justicia, supone entender que el poder de la fuerza colectiva es inmenso.

Desde aquella conferencia en que Nyanjura cruzó el umbral del miedo a hablar en público, su voz fue adquiriendo aplomo. Y sus acciones, una determinación irredenta. A mediados de la pasada década, coordinó la labor de más de 500 mujeres con experiencias similares a la suya. Tarea en la que se retroalimentaron terapia y lucha. Su informe final llegó hasta el Parlamento de Uganda, y resultó clave para que este reconociera las necesidades específicas de las mujeres víctimas y de sus hijos.

P. Cuando supervivientes de todo el mundo se conectan a través de redes como la Global Survivor Network, esa fuerza colectiva aumenta de forma exponencial.

R. Resulta fundamental darnos voz, admitir que somos los verdaderos expertos en lo que hemos atravesado. Juntos, es más fácil reclamar lo que queremos, presionar para que se hable de asuntos pendientes, lograr que nos escuchen nuestras comunidades, los gobiernos, los organismos internacionales.

P. Muchos miembros del LRA eran niños soldado que también habían sido secuestrados. Cometieron crímenes horribles, pero no siempre es fácil juzgar su nivel de responsabilidad, su capacidad de elección moral. ¿Se plantea este tipo de dilemas?

R. También fueron víctimas. Hasta cierto punto obedecían órdenes. Pero algunos fueron más allá, haciendo cosas que podían haber elegido no hacer. Son cuestiones muy delicadas y nadie tiene una respuesta definitiva. ¿Qué atenúa el crimen? ¿Qué lo exime? ¿Cuál es el nivel de castigo adecuado? Hay que ir caso por caso y no perder de vista que un proceso de paz justo es condición necesaria para una paz duradera.

P. El conflicto de Uganda saca a la luz cuestiones espinosas sobre la condición humana. ¿Hasta qué punto somos libres para elegir? ¿Seríamos todos capaces de cometer atrocidades bajo ciertas circunstancias? No sé si su fe cristiana influye en su respuesta a este tipo de preguntas.

R. Soy creyente, pero no me gustaría hablar como autoridad religiosa, como lo haría un obispo o una monja. Mi fe me hace creer en la justicia justa [redundancia que proviene de traducir al castellano fair justice]. Si perdonamos a todos, ¿estamos siendo justos con los que perdieron su vida? Ellos también merecen y reclaman justicia.

P. ¿Cómo vivió esa niña de 14 años, criada en la tradición cristiana, estudiante de una escuela católica, el hecho de que el LRA justificara sus acciones en el nombre de Dios [su teórico objetivo era implantar un régimen basado en los 10 Mandamientos]?

R. A veces les preguntaba “¿Tenéis que hacer sufrir a la gente para establecer los 10 Mandamientos? ¿No hay otras vías más… organizadas?” [ríe]. Otras les veía rezar, ayunar, y me preguntaba hasta qué punto todo lo que estaba ocurriendo era designio de Dios. Todo era muy confuso. También se mezclaba la invocación de espíritus… cosas que a día de hoy aún me cuesta entender, aunque no creo mucho en ello.

P. ¿Ha tenido una sentencia justa Dominic Ongwen [uno de los líderes del LRA, que empezó como niño soldado y fue condenado en febrero a 25 años de cárcel por la Corte Penal Internacional (CPI)]?

R. Me alegré de que no le condenaran a cadena perpetua, ya que fue reclutado muy joven, sometido a un lavado de cerebro. Y el tribunal tuvo en cuenta estos factores.

Casi todos los miembros del LRA se acogieron a una gran amnistía ofrecida por el Gobierno de Uganda. Quedó al margen la cúpula del grupo armado, con Kony a la cabeza. Los terribles sucesos ocurridos en el norte del país activaron, en julio de 2004, el primer caso de la entonces recién creada CPI.

P. ¿Es necesario llevar a Joseph Kony ante la justicia para cerrar definitivamente heridas?

R. Es lo mejor que podría ocurrirle a Uganda. Con él no se me plantean dilemas morales. Su responsabilidad es plena. Su egoísmo segó muchas vidas y trastocó el futuro de muchas personas.

P. ¿Ha tenido a veces la impresión de estar cruzando la línea entre la búsqueda de justicia y el afán de venganza?

R. Pienso que no. Me ocurrieron cosas de las que no sé realmente quién es el último responsable. Entre los que sí identifico, algunos murieron durante el conflicto. No sabría muy bien hacia quién dirigir mi venganza. Mi motor es lograr que la gente sepa lo que ocurrió, que no olviden que existimos y se atiendan nuestras necesidades. Y que se tomen medidas para que no vuelva a ocurrir. Perseguir a los responsables es importante, pero lo es mucho más la idea de justicia económica. Conseguir que las madres y padres víctimas puedan alimentar a sus hijos. Que aquellos que más sufrieron reciban educación y puedan mirar al futuro con confianza.

P. Su determinación para volver a la escuela con 22 años, para sobreponerse a las dificultades iniciales, ¿tuvo algo de rebelión contra sus captores? ¿Como si se negara a permitir que truncaran su vida tal y como la había imaginado antes del secuestro?

R. Nunca pensé en ello. Simplemente quise retomar mi vida en el punto en el que la había dejado. Me encantaba estudiar, solo tuve que seguir construyendo sobre algo que ya estaba ahí. Mi sueño de ir a la universidad nunca me abandonó durante mis ocho años de cautiverio. E insisto: el amor de mi familia, de mi hermana —que se ocupó de mis hijos mientras yo estudiaba— contribuyeron enormemente a mi éxito. Con el tiempo llegaron los apoyos externos, las becas, la posibilidad de desarrollar mis habilidades de liderazgo. Le diré algo más: estudiar me permitió entender que, si queríamos convivir pacíficamente, teníamos que abrazar al otro. En los proyectos que he dirigido, nunca he negado ayuda a alguien por lo que hizo en el pasado.

P. Siendo tal ejemplo de fortaleza psicológica y autosuperación, ¿cae algunas veces en una especie de arrogancia de la resiliencia? Como si las quejas de la gente común, sus problemas cotidianos, le hicieran juzgarles con excesiva dureza.

R. Raramente juzgo a la gente. Cada uno atraviesa sus propias dificultades. Si las mías fueron grandes, eso no significa que las de otros no merezcan mi atención. Así que siempre procuro escuchar, animar a los otros a que hablen, a que expresen lo que les duele. E intento ayudarles desde mi experiencia. Ya sea en un foro de supervivientes o en el asiento de un autobús. Si una juzga, cierra al otro la oportunidad de abrirse y profundizar en su proceso de sanación.

P. ¿Hay racismo en la atención global a los secuestros masivos de niñas en África? ¿Si las niñas de Aboke o las raptadas por Boko Haram hubieran sido blancas, habrían merecido más cobertura, más acción?

R. Pregunta difícil. Lo que tengo claro es que el enfoque que se le da suele buscar, ante todo, capturar la atención del público, sin más contexto o comprensión de lo que sucede. O sobre lo que ocurre con las niñas cuando vuelven a casa. Y esto impide extraer lecciones, aprender para abordar el problema en el largo plazo, dejar de verlo como un simple suceso.

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