Ana Iris Simón
Como la juventud no es lo que era, me he visto en la tesitura de ser “madre joven” con 29 años. Eso me dice la gente y yo respondo que no, que joven era la mía cuando me tuvo con 23, pero la realidad es que en la sala de espera de la matrona había a veces embarazadas que me miraban como con pena, seguramente pensando que la que me habían liado, madre casi adolescente como las del programa de MTV.
Como soy la primera de mis amigas en tener un crío, todo son preguntas. Una que me hacen con frecuencia es cómo es dar de mamar, a lo que respondo que parecido a rezar: es sentirse unida a algo mayor, saberse trascendida por aquello que la supera a una, el amor. Es la revelación, de pronto, de que todo siempre es más leve. Esto lo digo si tengo la confianza suficiente con mi interlocutora, si no, cuento anécdotas sobre mi hijo de dos meses y su concepción de la teta como diosa primordial.
Mi hijo, que aún tiene la vida casi sin estrenar, pensaba en sus primeros días que la teta era la solución a todos los males: a su estreñimiento, a su hipo, a su sueño y, por supuesto, a sus ganas de cariño y a su hambre. Eso me llevaba a andar todo el día dándole el pecho, y fue en uno de esos momentos parecidos al rezo y a raíz de una conversación con el padre de la criatura cuando caí en por qué la teta es uno de los mejores y más antiguos símbolos de la comunidad política. Por qué la loba capitolina y la leche manando de los ríos en los mitos de las primeras urbes.
La teta es la socialización primera y la revelación primigenia de que casi nunca hay salida individual a los problemas ni alegría posible si no hay un otro con quien celebrar. No es solo nutricia sino que representa también la cura frente al dolor, el descanso cuando hay sueño, los cuidados en situaciones de necesidad, del mismo modo que cualquier Estado que se precie ha de tener atributos materiales y atender y asistir con ellos a quienes lo componen: sanidad, educación, legislación laboral, limpieza, seguridad, leyes de dependencia…
Pero las funciones de la teta, bien lo sabe mi bebé, no se quedan ahí. También es mi pecho para él la pertenencia frente a los rostros desconocidos que le rodean a veces, también representa lo recogido frente al vasto mundo al que ha llegado y que tantea curiosamente con brazos y piernas o el cobijo frente a los ruidos que escucha por vez primera. Del mismo modo, la comunidad es la identidad frente al anonimato, la cualidad que vence a la cantidad y el nombre que derrota al número, lo local y nacional frente a lo global, las certezas y la solidez frente a la modernidad líquida de la que escribía Bauman.
El Estado es la leche, es el ingreso mínimo y las pensiones, pero no es solamente los hospitales porque si no seríamos la teta sueca: gorda pero fría. También es la pertenencia, el calor y el saberse compartiendo algo más que impuestos y servicios con el otro, pero no es solo eso porque si no nuestra patria cabría, como bien decía el Califa Rojo, en una caja de zapatos: allí podríamos guardar, cuidadosamente doblada, nuestra bandera. Arranca el curso político y hunos y hotros olvidarán, interesada y selectivamente, esto que ya conoce mi chaval. Él, que tiene la vida casi sin estrenar.