Fuente: investigacionyciencia.es
A principios de la pandemia me contactó el consulado alemán para participar en un encuentro con el entonces presidente del partido de Los Verdes de Alemania, el señor Anton Hofreiter. La comitiva que iba a visitar Almería tenía un gran interés por conocer de primera mano cómo se producían esas suculentas hortalizas que colmaban de mediterraneidad los lineales de los supermercados teutones. Los ecologistas intuían que detrás de aquellos preciosos pimientos tan brillantes, que se comían con la mirada, y de esas bandejas de tomates, berenjenas y calabacines tan jugosos como baratos, había gato encerrado.
El interés de los consumidores centroeuropeos en el origen de las frutas y verduras que inundaban de color y vitaminas una dieta invernal más bien pobre, a base de patatas y coles, no era nuevo. Periodistas de diversos medios ya me habían preguntado por lo mismo. Incluso unos estudiantes daneses visitaban periódicamente Almería para conocer los invernaderos y ver de primera mano de dónde salían los tomates. La concienciación ambientalista de la Europa más europea, la cuna del humanismo, estaba muy preocupada por lo que comían.
Como estudioso de la desertificación conocía bien los impactos medioambientales del sector hortofrutícola. Era obligatorio hablarles de la intrusión marina, de la recarga de los acuíferos, de que la desalinización del agua del mar podía arreglar algunas cosas pero no era de ningún modo ninguna panacea, como tampoco lo era el hecho de que el regadío tuviese una eficiencia tan alta. La prueba era que por más que se había mejorado este aspecto las quejas sobre la falta de agua eran constantes. Cada litro que ahorraban los modernos sistemas de distribución y riego se empleaba en colmar las necesidades de nuevas hectáreas de regadío, por lo que siempre falta agua para satisfacer una demanda que no para de crecer (el denominado «efecto rebote»).
Sería injusto, les dije, no reconocer los esfuerzos que el sector ha hecho a lo largo de estas décadas. Al principio, cuando el enarenado, que consiste en establecer una capa de suelo fértil compuesto de diversos elementos (arena, estiércol, arcillas, etc…) sobre el sustrato original, se empezó a consolidar como una técnica que, combinada con el uso de las aguas subterráneas y las condiciones climáticas de la zona, empezó a dar rendimientos muy altos y el dinero comenzó a entrar en la provincia, valía todo. La ansiada riqueza inundaba las sedes bancarias y el discurso ecologista era un eco agorero al que nadie prestaba atención. Se liquidaron las dunas costeras para «fabricar» el suelo del enarenado , se bombeo agua sin miramientos, se tiraban los desperdicios de las cosechas en cualquier parte, bien impregnados de herbicidas. Las cabras que osaban comerse esos desperdicios morían envenenadas . Los plásticos viejos de los invernaderos se dejaban en cualquier parte, el viento se encargaba de hacerlos desaparecer. Era un desastre absoluto, pero la peseta, y después el euro, justificaban todo. Eso ha cambiado, y ahora el sector presume de sostenible y ecológico. El control biológico se ha impuesto, el plástico se recicla -aunque no en la proporción que debiera – y hay una recogida ordenada de los desperdicios orgánicos. Persisten algunos pequeños «problemillas», algunos de tipo social, relacionados con unas condiciones de trabajo y vida paupérrimas para gran parte de los miles de trabajadores que viven de este sector. En el fondo, aquel deseo primigenio de espantar la pobreza no se ha logrado del todo. Uno de los municipios que ha hecho bandera de la agricultura de invernadero es Níjar, retratado por Goytisolo en su Campos de Níjar como uno de los lugares más atrasados y pobres de la España de entonces. No olvidemos que antes de la irrupción de la agricultura de invernadero Almería estaba en el furgón de cola de la economía española. Hoy parece que las cosas han cambiado. La facturación del sector se eleva a miles de millones de euros. Sin embargo, si miramos la renta per cápita, es decir, cómo se distribuyen las ganancias de ese sector tan boyante, entonces vemos que el «milagro almeriense» en realidad lo es sólo para unos elegidos. El municipio de más de 20000 habitantes con menos renta per cápita de España es Níjar. Y entre los diez de menor renta hay otros tres que también tienen a la agricultura de invernadero como sinónimo de prosperidad: Adra, El Ejido y Vícar.
Otro de los «problemillas» es el agua, que no hay, o al menos no en la cantidad que se demanda. Pese a todo, la superficie de invernaderos crece año tras año (otro de los indicadores que se utiliza para presumir en el sector de su gran vigor) y los agricultores buscan la manera de conseguir recursos hídricos. Balsas de agua que acumulan la lluvia que cae sobre los techos de los invernaderos, desalobradoras que desalan el agua de los acuíferos invadidos por el mar, desaladoras que generan agua excesivamente cara y que se pide subvencionar, aguas derivadas de la depuración de aguas residuales (un ejemplo de economía circular) y, por supuesto, el bombeo de acuíferos que siguen su declive y apuntan hacia un futuro oscuro.
Este es el panorama señores, concluí. Como ven, la huella ambiental de los tomates que se comen allí no es muy verde. Pero, ¿qué esperaban? Seguí dándole vueltas al asunto. Aquella obsesión por «lo natural». ¿Qué es lo natural? Las exigencias ecologistas de los consumidores alemanes, o de los consumidores en general, chocan frontalmente con la sociedad de consumo que hemos creado y financiamos cada día con nuestras elecciones. ¿Tenemos alternativa? En el caso alemán, si la exigencia es comer hortalizas naturales o ecológicas en invierno, no la hay. Se puede, como hace décadas, recurrir a los tubérculos o frutos secos que se hayan almacenado previamente. En el fondo el viaje de aquella comitiva para ver de dónde salían las hortalizas no tenía mucho sentido. Era fácil deducir, sin moverse de Bonn, que un tomate producido en invierno, en una zona semiárida con escasez de recursos y que viaja 3000 kilómetros para llegar al supermercado, no puede ser ecológico (en el sentido más amplio de la palabra, independientemente de los fitoquímicos que se utilicen). Así que, en relación a su condición de ecológico, da un poco igual cómo se produzca. De hecho, si miramos con lupa a los competidores de esas hortalizas producidas en el sureste peninsular, vamos a ver cosas que no nos gustan. Mucho más cerca de Alemania, en Holanda, también hay invernaderos, y mucho más eficientes que los almerienses (55 kg/m2 frente a los 10 kg/m2). El «problemilla» que tienen es que hace mucho más frío que en el sur de Europa y hay que calentar ese espacio. La emisión de gases con efecto invernadero se dispara, nada que ver con el gasto energético de un lugar donde el invierno es una anécdota. También podemos fijarnos en los denominados «terceros países», aquellos situados fuera de la Unión Europea que ven en el desarrollo del regadío una posibilidad de crecer y acercarse al ansiado nivel de vida europeo. Lo que allí encontramos es un crecimiento desordenado con un gran impacto en las aguas subterráneas, que en el fondo es el mismo que había en Almería en esa primera fase expansiva en la que decíamos que valía todo. Podríamos sostener, ya puestos a ser exigentes, que las hortalizas son propias del verano, y que fuera de esa época no es natural producirlas.
¿Cuál es la raíz del problema? Lo natural es que nos gusten las ofertas 3X2. Lo natural es que nos guste meternos debajo de una ducha de la que sale agua a treinta grados, en pleno invierno. Pero también en pleno verano, mientras tenemos el aire acondicionado a 23 grados. Lo natural, para cumplir con los cánones de «lo sano» puede ser comer yogur con frambuesas, cultivadas en un ambiente mediterráneo a costa de humedales que se achican, generando un reguero de residuos plásticos que alguien dice reciclar. Lo natural, parece ser, es ir buscando la sandía más barata. Y si vemos que en un sitio vale treinta céntimos menos, la compramos.
Esa es una decisión que tiene más consecuencias de las que creemos. Porque cuando una cadena de supermercados detecta que los clientes se van a la competencia contraatacan. Y también bajan el precio de la sandía. Entonces se pone en marcha un perverso mecanismo, conocido como «treadmill of production»: ¿Cómo conseguir un suministro de sandías constante durante todo el verano a un precio tan bajo? Encargando muchas de golpe, y pagando por adelantado. Eso sí, quiero todas las sandías igualitas, y no me digas que es poco dinero que se las encargo a otro. Todo esto ocurre mucho antes del verano. Y los agricultores «agraciados» se organizan para poner en producción los invernaderos que sea necesarios (conviene producir algo más porque no cumplir con el acuerdo acarrea graves sanciones) y sacar agua de dónde sea. Pozos ilegales, desalobradoras ilegales, presiones a la administración para conseguir más agua. Un buen negocio lo justifica todo. Se les aprietan las tuercas a los trabajadores y se les recuerda que al fin y al cabo tienen un trabajo asegurado, con los tiempos tan difíciles que vivimos. Y se le aprietan las tuercas al medio. Y se queja uno de lo fácil que lo tienen en otros sitios, donde los salarios son más bajos y la legislación ambiental menos tiquismiquis. Y de una forma u otra se consigue que el consumidor alemán tenga su sandía a un precio que a veces resulta ser más barato que en el supermercado que están a doscientos metros del invernadero. Para ello es clave el poder de negociación de la gran distribuidora o supermercado, que es la que aprieta las tuercas al agricultor para conseguir el precio que demandan sus clientes o tener una serie de productos estrella que son los que hacen de gancho para atraer clientes. En el caso señalado el supermercado alemán debió negociar bastante bien, quizás encargando un volumen enorme de sandías o aprovechando coyunturas muy desfavorables de los productores. Para que todo el mundo esté tranquilo se ponen etiquetas que recuerden que eso que se está comiendo es muy ecológico (al fin y al cabo así es legalmente porque tiene un sistema de riego por goteo y ¡control biológico!; lo de menos es que los acuíferos estén tiritando, eso no computa para ser un producto «ecológico») ¡Qué cosas! Así que lo natural es ir apretando las tuercas al que está por debajo en la cadena de producción y es finalmente la naturaleza la que soporta la mayor presión. Si sobran sandías se tiran, qué se le va a hacer. Es habitual que eso ocurra, y que los precios caigan tan bajo que no merezca la pena ni cosecharlas.
El «treadmill of production» recoge esta idea: para atraer consumidores los precios bajan, para poder hacer eso hay que producir una gran cantidad de producto, para lo cual hay que invertir en medios de producción que permitan producir a lo bestia. En este caldo de cultivo medran los grandes inversores y los que se sacuden el riesgo. Y tienen todas las de perder los pequeños productores, que asumen los riesgos de que a la gran distribuidora de alimentos les fallen sus previsiones. Muchos de los que se meten, o se ven obligados a meterse, en esta rueda de molino, deben invertir lo que no tienen para apostar a lo grande. Un mínimo vaivén les tumba: la covid, una sequía, un alza de los precios de la energía o que alguien diga que los pepinos de Almería están contaminados y encima no sea cierto. Una vez endeudados hasta las cejas no pueden negarse a tratos draconianos. En el «treadmill» solo gana el que tiene mucho músculo financiero, como pasa en la bolsa. Y al que tiene músculo financiero le importa poco que se sequen los pozos o que se degrade el ecosistema. Lo único que le importa es un negocio rentable en el corto plazo, y la producción agroalimentaria es muy golosa. Así que este tipo de posicionamiento ocurre en todas partes, y en todas partes la agricultura minorista y sostenible, menos rentable económicamente a corto plazo, es devorada, y en todas partes los ecosistemas se resienten. Cuando el negocio deja de ser rentable se hace caja y se parasita otro sitio. Así vamos.
«Lo natural» son demasiadas cosas que a la naturaleza se le atragantan. O eso parece, porque al final las acaba digiriendo, pero los efectos colaterales no nos sientan bien. La circulación de la atmósfera se recompondrá para deshacerse del calentamiento provocado por nuestro consumo exagerado, y en el camino habrá olas de calor, se caerán los glaciares y los huracanes y tifones arrasarán lo que se les ponga en medio. Por poner algún ejemplo.
Los edenes ya no existen en muchas regiones de la tierra. Escribía el gran científico y pensador Juan Puigdefábregas, a propósito del Mediterráneo que: «Los paisajes mediterráneos han evolucionado bajo fuertes cambios y perturbaciones ambientales que se han producido hasta la actualidad. Esto nos advierte de que la idea de un paisaje mediterráneo prístino o primigenio, libre de la intervención humana, es una suposición poco realista. No debemos tratar de entender el paisaje sin la presencia de los seres humanos, sino comprenderlo tal y como es. Esta conclusión tiene fuertes implicaciones para las políticas de conservación porque si queremos conservar nuestro paisaje, estamos obligados a vivir en él».
A lo que pocos años después -en un ensayo que redactó Gabriel del Barrio y colegas, pues Juan ya nos había dejado-, añadió una serie de proposiciones entre las que se pueden citar que «La degradación de la tierra es un estado ecológico, no un tipo de paisaje. De ahí que deba evaluarse dentro de una gama completa de estados de madurez ecológica.» O que «El uso de la tierra crea una degradación proporcional a la simplificación de los ecosistemas implicados. Dicha degradación puede definirse como una disminución de la exergía (informa de la utilidad potencial del sistema como fuente de trabajo), y da lugar a la pérdida de opciones de gestión.» Remachando con un corolario en línea con el artículo inicialmente citado: «Un objetivo más eficaz puede ser regular en lugar de intentar eliminar la degradación de la tierra.»
En efecto, parece más sensato reconocer la degradación que generamos y tratar de gestionarla, lo que incluye saber dónde se produce. Esa obsesión por crear bosques que cubran Europa restituyendo la cubierta forestal de un continente que entonces tenía varias decenas de millones menos de habitantes, a la par que importamos alimentos de todos los rincones del mundo creado desastre aquí y allá que, como no vemos, nos parece que no existen, es una postura bastante inmadura e indolente. La única manera de evitar daños al medio es consumir menos e internalizar los costes ambientales y sociales de nuestra manera de producir (idea recogida en la Neutralidad de la Degradación de las tierras de la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación). Eso va a hacer que la comida sea más cara, propuesta poco popular en la coyuntura actual y realmente catastrófica en países donde una subida de la cesta de la compra es sinónimo de hambrunas. Como no vamos a ser capaces de hacer esto por propia voluntad, a excepción de cuatro consecuentes que se lo puedan permitir, la naturaleza seguirá su camino y se empezará a llevar por delante todo aquello que no se aparte. Por ejemplo, los combustibles fósiles se acaban y ya no es tan obvio suplantar la fertilidad natural que hemos perdido con fertilizantes químicos. El que tenga el suelo en mejores condiciones tendrá más oportunidades de salir adelante.
Así deberíamos haber hecho: premiar a los que cuidan el medio y producen respetando las pautas de la naturaleza. Pero si queremos siempre sandías, camisetas, teléfonos… lo más baratos posible, estamos dando de comer a esos peces gordos regidos por el mismo criterio: reducir costes como sea para tener productos baratos. O cambiamos de mentalidad o lo que hemos venido considerando como natural (pero no lo es) nos arrasará.