Autora: Anne Serrano
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“Cada vez estamos menos interesados en los demás”. De esta idea surge la película Still Life (Nunca es demasiado tarde), del director italiano Uberto Pasolini, aquella maravillosa historia de un hombre empeñado en buscar a los familiares de personas que habían muerto en soledad. Alguien dijo que los principios del cristianismo son los mismos que nos dicta el sentido común, que no hace falta creer en ningún Dios para ponerlos en práctica. Cada vez nos relacionamos más con dispositivos electrónicos y menos con nuestros iguales. “La memoria colectiva es importante porque si nos olvidamos de los demás cuando están muertos, pero también cuando están vivos, perdemos nuestra humanidad”, dice también Pasolini.
“Caminamos en forma incesante a lo largo de un camino de humanización que, además, no puede realizarse en soledad. Ser humano es también un deber”. Recoge Fernando Savater esta cita de Graham Greene en su libro El valor de educar. El filósofo vasco sostiene que “nacemos humanos, pero eso no basta: tenemos también que llegar a serlo”. La solidaridad, la compasión hacia los demás, nos convierten en eso para lo que nacemos. Son necesarias para llegar a ser lo que potencialmente somos: seres humanos. No basta la biología sin nuestro esfuerzo en la relación con los otros para conquistar nuestra meta.
He llegado a la conclusión de que la mayor parte de mis alumnos de la Universidad de Génova, y me temo que de la gente en general, son happy end. Las películas, por ejemplo, no les gustan si no terminan bien. Quieren películas con final feliz y soluciones enlatadas para vivir vidas fáciles, más propias de una ficción complaciente que de la realidad. Todo políticamente correcto en un mundo de telenovela. “No les podemos llamar moros, pero les podemos matar”, leí una vez que denunciaba un periódico.
A menudo sucede que no contemplamos la adversidad como parte del guion de nuestra propia existencia. El problema de la inmigración se resuelve quitando a los migrantes de en medio: “ayudémoslos en sus países”. Términos como compasión suenan a iglesia rancia. La pandemia ya se ha terminado. La crisis ecológica del planeta se acaba separando la basura… Todo parece indicar que los salvinis de este mundo están ganando la partida… Pero no siempre nos conformamos con respuestas preconcebidas y osamos hacernos preguntas. Sabemos los profesores que nadie aprende más que el que enseña. Recientemente una de mis alumnas escribió en una redacción sobre la migración que cuando oye decir a los políticos “ayudémoslos en su casa” se le ocurre qué pasaría si propusiéramos la misma fórmula para acabar con la violencia de género. ¿La forma de erradicar el problema es dejar que la maltratada siga viviendo bajo el mismo techo que su maltratador?
Los macacos de Gibraltar son el inicio de Styx (Estigia), película de Wolfang Fischer estrenada en 2018. Los monos viven en la ciudad y se descuelgan por los cables de la luz. Han perdido su espacio, ahora convertido en el espacio de los hombres. Encuentro y colisión entre dos universos, como sucede entre la sociedad occidental encerrada en sus privilegios e indiferente ante el mundo y los migrantes que luchan por sobrevivir.
En su viaje en velero para conocer la isla de Ascensión, creada según los consejos de Charles Darwin, la protagonista encuentra un viejo barco de pesca a la deriva cargado con un centenar de migrantes. Ante la obligación moral de socorrer a los migrantes, pero la incapaz de acogerlos a bordo de su pequeño velero, pide ayuda. Los guardacostas le responden que su trabajo no les permite intervenir. Ella les recuerda que intervenir no es una elección, que tienen la obligación de hacerlo. La película plantea una pregunta básica: ¿qué se puede hacer a título individual frente a una situación tan dramática como esta, cuando las autoridades competentes y las personas con poder eligen ignorarla de forma deliberada? La Unión Europea ha pasado de “ayudémoslos en sus países” a “ayudemos a nuestros países”. El mar es esa laguna Estigia a la que alude el título. Mar hacia la muerte si no existe solidaridad, pero también cuando existe y se castiga. Quien castiga a quien ayuda, defiende la ley, pero no la justicia.
En el informe del 2020 Castigando la solidaridad, Amnistía Internacional acusaba a las autoridades europeas de perseguir y arrestar a los activistas que asisten a los refugiados, de aplicar medidas antiterroristas y de tráfico de personas para contener la ayuda a los migrantes. Dar agua, comida, en definitiva, salvar vidas, se convertía en un delito.
La organización revelaba casos de requisa de barcos, multas y penas de prisión y acusaba a las autoridades europeas de hacer un uso inapropiado de las leyes contra el contrabando y contra el terrorismo, así como de servirse de estas herramientas para gestionar la migración dando la espalda a los propios fundamentos de la Unión Europea, a los derechos determinados por la Convención de Ginebra y a los Derechos del Niño.
En el caso de la misión Open Arms de salvamento en el Mediterráneo, la responsable de la operación, Anabel Montes, fue acusada por la justicia italiana de supuesta complicidad con los traficantes de seres humanos, de favorecer la inmigración clandestina y también del surrealista delito de violencia privada por haber “obligado” al Estado italiano a conceder el puerto de Pozzallo al barco Open Arms en marzo de 2018 cuando, después de haber socorrido a una embarcación con 218 personas a bordo, ella y el comandante Marc Reig se negaron a obedecer a la orden de consentir la intervención de las autoridades libias. En el texto también se incluía el caso de Martine Landry, a quien la justicia francesa pedía cinco años de cárcel y 30.000 euros de multa.
“Es una pena que hasta Francia se olvide de lo que es la fraternidad”, declaró Martine Landry, jubilada de setenta y cinco años acusada de ayudar a entrar en Francia a dos guineanos de quince años. En 2017 acompañó a los menores a la policía de frontera a fin de que se ocupasen de ellos los servicios sociales franceses. La policía italiana había interceptado a los jóvenes en el confín y los había devuelto a pie a Francia. Martine comprobó que Francia tenía la obligación de protegerlos. Con la ayuda de abogados, preparó la documentación, esperó a los dos chicos en la frontera francesa y los acompañó para que pidieran protección. Tres días más tarde se le acusó de ayudar a entrar en Francia a personas en situación ilegal. Martine Landry no cruzó la frontera con los menores, les acompañó a la policía una vez ya estaban en Francia. “Nunca pensé que me llevarían a los tribunales. Soy solo una voluntaria que ha intentado ayudar”.
En la exacta y ordenada Suiza, un domingo de febrero de 2018 dos policías interrumpieron la ceremonia del pastor protestante Norbert Valley y, ante sus estupefactos feligreses, se lo llevaron a la comisaría. Al pastor se le acusaba de facilitar la estancia irregular, en aplicación del artículo 116 de la Ley de Extranjería suiza. A Valley se le acusó de haber ofrecido refugio y alimento a un inmigrante sin hogar proveniente de Togo, al que se había denegado la solicitud de asilo. La Fiscalía de Neuchâtel ordenó a Valley pagar una multa de 1.000 francos suizos (1.000 dólares estadounidenses), a lo que él se negó. El pastor Valley no negó haber ayudado al hombre, pero no admitía que eso fuera un delito. “Como cristiano, el principio de amar a mi prójimo rige mi forma de vida”, afirmó. El caso de Valley no es un hecho aislado. Es sólo uno más de una serie en toda Europa en los que las autoridades se han valido de las leyes de inmigración y contra el contrabando para criminalizar a quienes ayudan a las personas migrantes y solicitantes de asilo.
El delito de solidaridad resulta un oxímoron ya en su origen. Dos palabras de significado opuesto llamadas a originar un nuevo sentido. Castigar el bien es un concepto incomprensible desde un punto de vista no solo ético, sino también léxico.
El denominado delito de solidaridad no nace en una reunión de abogados y juristas que se dan cita para redactar normas, surge del dolor y del sufrimiento de muchas personas.
Pietro Bartolo, más conocido como el médico de Lampedusa, durante casi treinta años fue responsable de los primeras auxilios a los migrantes que desembarcaron en la isla siciliana. Es el médico que ha hecho más inspecciones de cadáveres del mundo.
Desde 2019 es eurodiputado. No usa la palabra migrantes, sino personas que llegan del mar. Piensa que la migración se debería considerar una riqueza. “Los migrantes pagarán los impuestos sin problema porque ya están acostumbrados a pagar a las mafias”. En estos años pasados ha visitado a 350.000 personas que la sociedad considera invasores, portadores de enfermedades, delincuentes. Le parece insoportable que se haga distinción entre los migrantes que escapan del hambre y los que lo hacen de las guerras.
Bartolo se sintió decepcionado por el Nuevo Pacto de Migración y Asilo propuesto por la Comisión Europea en septiembre del año pasado y que fue rechazado por los llamados países de primera línea: Italia, España, Grecia y Malta. “Estoy decepcionado. Cuando Ursula von der Leyen [presidenta de la Comisión Europea] dijo que aboliría el Reglamento de Dublín, esperaba que eso diera pie a la redistribución obligatoria de los migrantes, sin embargo la solidaridad a la que se refiere no es hacia los migrantes, sino hacia los países miembros, solidaridad para las expulsiones. Me parece inaceptable. Estamos hablando de seres humanos, pero a veces olvidamos que, prescindiendo del motivo por el que lo hacen, guerra o hambre, estas personas se ven obligadas o huir de sus países. (…) La solidaridad de la que se habla hoy traiciona los valores sobre los que se fundó la Unión Europea”. Sobre los salvamentos en el Mediterráneo, Bartolo pensaba que se iba a crear una misión europea que apoyara los barcos de las ONG para evitar los naufragios, pero no es así, “hay solo sugerencias de la Comisión Europea a los Estados miembros para que ayuden a las ONG, pero sabemos que hasta hoy la labor de estas organizaciones se ha impedido y criminalizado. Si verdaderamente la Comisión Europea quiere hacer algo al respecto, puede pedir a los Estados que revoquen las leyes que impiden el trabajo de quien salva personas en el mar.”
Cuando se penaliza la compasión de los hombres, el socorro a quien pide ayuda, la única alternativa digna de un ser humano no puede ser otra que la denuncia. El grito es la única forma de que el silencio no nos convierta en cómplices de la desesperanza o, aún peor, de la indiferencia.