Fuente: El Confidencial
Autora: Ana Ramírez
«Cuando uno patina sobre hielo fino, la salvación es la velocidad». Y esta imagen del patinador fugaz, que no se detiene ni se asienta por miedo a que todo se derrumbe, es una de las ideas que Lola López Mondéjar cita para desentrañarnos. ‘Invulnerables e invertebrados’ (Anagrama, 2022) es el nombre de su ensayo, que transita entre las observaciones de su consulta como psicoanalista, las ideas de los pensadores y sociólogos de la modernidad líquida y las referencias artísticas. Según López Mondéjar, el patinador frenético somos todos cuando hacemos frente a las últimas heridas de nuestro tiempo: la inseguridad vital y laboral, la crisis climática y sanitaria que parece conducir a la catástrofe irremediable, las guerras y el dolor del mundo al que cada vez estamos más expuestos.
Los patinadores más veloces, los que dejan todo atrás a su paso, cauterizan sus heridas con indiferencia. Niegan su fragilidad, se endurecen en la fantasía de que todo lo humano les es ajeno, de que son autosuficientes y no necesitan de otros para sobrevivir. Es este individualismo de la modernidad tardía el que López Mondéjar desentraña en su ensayo, a través de sus múltiples consecuencias actuales: la desesperada búsqueda de una identidad, las actuaciones compulsivas o la obligada escisión entre afecto y sexo que impone lo que la autora llama ‘modelo Tinder’.
PREGUNTA. En el ensayo comenta que cada tiempo tiene sus patologías mentales características. ¿Cuáles son las que definen el nuestro?
RESPUESTA. Si tuviera que mencionar una sola, sería la ansiedad. Una ansiedad generalizada, sin representación, es decir, sin causa aparente en los sujetos. Sufren sin saber de lo que sufren. Y esta ansiedad, en algunos casos, se manifiesta en acciones como las autolesiones, el suicidio o las adicciones. También en lo que yo llamo la ‘adicción a la acción’: al deporte, a los viajes, a la acumulación de experiencias… Más allá de las adicciones convencionales, que ya existían, ahora existen otras como los dispositivos móviles, no a internet o el teléfono móvil y demás. Esa sería una de las novedades más características de nuestra época: la modernidad tardía.
P. ¿A qué se debería esa ansiedad generalizada, inespecífica?
R. Creo que la sociedad actual es potencialmente traumática, genera unos niveles de incertidumbre que se han incrementado muchísimo desde la gran aceleración que supuso la industrialización. Esa gran aceleración ha tenido consecuencias en los cuerpos. Viven unas exigencias enormes, también de rapidez y de aceleración, que producen mucha angustia. Para sobrevivir a esa angustia, todos los individuos contemporáneos desarrollan determinadas estrategias y mecanismos de defensa.
P. Ante el dolor del mundo, que se nos muestra ahora más que nunca, ante la impotencia, la indefensión, la precariedad laboral, la crisis climática y sanitaria… En su ensayo, menciona un mecanismo de supervivencia de nuestros tiempos: la llamada ‘fantasía de invulnerabilidad’. ¿En qué consiste?
R. Ese es el concepto central. Yo caracterizo a los individuos más allá de la segunda mitad del siglo XX, cuando comienza la posmodernidad. Los individuos que se adaptan a estos tiempos niegan la vulnerabilidad del ser humano, aquello que los hace débiles ante esta incertidumbre que mencionas. Apartan de sí y pierden de vista estos aspectos más vulnerables y débiles de su conciencia. Creo que esto nos lleva a un déficit de empatía con los demás, porque si tú tienes empatía, contacto, cercanía con el otro, te haces más dependiente y frágil.
Y las consecuencias de esto se pueden observar, por ejemplo, en los jóvenes que usan Tinder y ya se han adaptado al modo en el que funciona esta aplicación. Al final, creo que esto genera una frialdad afectiva. No pueden exponerse al sistema de Tinder sin protegerse, sin resguardarse del amor, el apego o la afectividad que puedan surgir, cuando saben que de un día a otro ese objeto estimado puede desaparecer del mapa. ¿Cómo sobreviven los más adaptados a Tinder? Negando esos afectos y, progresivamente, negando el pensamiento sobre esos afectos. Y uso la palabra ‘negar’ en su sentido más profundo. Negar es decir: «No, a mí no me importa si paso una noche maravillosa con un chico y al día siguiente me ha borrado o ya no sé nada de él. A la larga, no me tiene que importar». Existe una racionalización de las emociones. Eso sería la fantasía de invulnerabilidad, que arrastra consigo una incapacidad para la reflexión y la introspección.
P. Si negamos nuestra fragilidad, nuestra dependencia los unos de los otros en un individualismo absoluto, ¿somos ahora más solitarios, más despiadados, más insensibles?
R. Yo creo que sí. A ver, no hablo de todos nosotros. Hay quienes no toleran las exigencias de este modo de vivir y no se adaptan a él. Les produce malestar y quedan en los márgenes. Pero hay quienes son resilientes y sobreviven. Y estos resilientes, los que se adaptan, sí que son más psicopáticos. Piensa en el ‘ghosting’, por ejemplo. Cuando alguien puede desaparecer sin más de la vida del otro, pero no solamente en las relaciones afectivas, sino en las relaciones amistosas también. La falta de compromiso, el alejamiento del dolor… El propio sistema nos hace insensibles.
«Algunos no pueden exponerse al sistema de Tinder sin protegerse, sin resguardarse del amor, el apego o la afectividad que puedan surgir»
P. Menciona ‘el modelo Tinder’ y las relaciones sexuales casuales, sin compromiso y sin una vinculación necesaria con el amor o lo afectivo. ¿Pero este modelo no es una consecuencia de despojar al sexo del carácter como oculto, sucio o desnaturalizado que ha tenido en otros momentos de la historia, especialmente para las mujeres?
R. Tengo una novela ‘La primera vez que no te quiero’, que habla de esto, de cómo fue para la mujer y la Transición española la revolución sexual de los años 60 y 70. Entonces la vivimos como una revolución de libertad y una revolución feminista. Pero a la larga, se ha desvelado como una revolución androcéntrica y patriarcal. Ana de Miguel ha hablado mucho sobre esto. ¿Por qué? Porque, de alguna forma, la revolución sexual imponía y facilitaba el modelo de sexualidad masculina. Una sexualidad coital donde las relaciones se separan progresivamente del afecto, y que no es afín a la socialización que tenemos las mujeres. Por eso, creo que las jóvenes sufren mucho más lo que yo llamo el ‘modelo Tinder’, porque exige una separación de la sexualidad y del afecto. En la socialización de las mujeres, esta separación no se da, porque el sexo se relaciona con el amor romántico. Y diría que en las niñas y adolescentes de ahora, todavía más. Con los cuentos de princesitas, las novelas románticas de ‘Crepúsculo‘… Socializamos en esos términos y, luego, para estar en el mercado de la seducción, nos exigen que separemos afecto y sexualidad.
De esta manera, la represión que antes se producía en lo sexual, ahora se da en lo afectivo. Es lo que ocurre en la mujer posmoderna, joven. Se exige que se reprima la afectividad y no la sexualidad, y eso es lo que se interpretó al principio como una revolución. Ahora nos damos cuenta que no es así y hay muchas voces que hablan de esto. No quiere decir que no hayamos conquistado la libertad sexual, que por supuesto es loable… Que los métodos anticonceptivos nos han liberado de la reproducción y han abierto un campo enorme a la igualdad. Pero también tenemos que ver si este modelo satisface las necesidades afectivo-sexuales de las mujeres. Para muchas de ellas, este modelo no satisface sus necesidades de afecto para nada. Y hay muchos ensayistas, más en el extranjero que en España, que están denunciando esto. Eva Illouz, con ‘El fin del amor’, puso el dedo en la llaga. Están denunciando este estado de las cosas. En el paraguas de la libertad, se nos ha colado una universalización del modelo masculino de relaciones afectivas. Y eso nos hace más daño a nosotras que a ellos.
P. Es lo que en su ensayo llama ‘masculinización’ de la mujer.
R. Tengo muchísimas pacientes que me confiesan esto, que intentan no sentir nada, pero que fantasean con que ese chico se va a quedar, que no entienden por qué ellos se van. Hay otras que se suben a ese modelo y usan Tinder como lo hacen los chicos. A la larga, en ambos se produce una enorme frialdad afectiva y un miedo a no encontrar nunca la singularidad de un otro. Son relaciones en las que impera lo racional sobre lo afectivo, porque lo afectivo está muy reprimido. Y tú no lo puedes abrir cuando sabes que ese chico te puede querer para una noche y luego irse. ¿Cómo vas a ponerte así de vulnerable? A esto me refiero. Tú no puedes abrir tu vulnerabilidad al otro si puede desaparecer.
Tuve un paciente que era adicto a Tinder. A lo mejor tenía seis encuentros distintos por semana. Y no sabía lo que era el placer de una mujer. Ya no digo los afectos, sino el placer. No sabía, no le importaba. A lo largo del tratamiento, se dio cuenta y me preguntó: «Pero ¿por qué me llaman?». Lo llevé a un congreso y planteé esta misma pregunta a chicas de entre 20, 25 y 35 años. ¿Por qué lo llamáis? Me respondieron: «Por no quedarnos fuera, porque no podemos exigir sin temor a quedar fuera del mercado del amor». Eso es terrible porque ellos no se acoplan. Es absolutamente androcéntrico y patriarcal porque ellos no se adaptan a nuestro modelo erótico, que es mucho más pausado, más global, más holístico. No es tan genital y coital. Requiere más de la palabra. Yo no propongo imponerlo, solo que también esté en el ring.
P. Este razonamiento parte, en principio, de aceptar que existen modelos eróticos inherentemente masculinos o inherentemente femeninos. Formas de entender y vivir el sexo que pertenecen a los hombres o a las mujeres por su naturaleza. ¿Entiende esto así?
R. No, no pienso eso en ningún momento. En el libro lo advierto, porque puede parecer que existe una identidad masculina y otra femenina. Pero no creo que esto sea así, eso es una invención. No hay nada que nos marque hacia una erotización X o Y. No, no existe. Pero sí hay formas de socialización distintas, absolutamente diferentes para chicos y chicas. Todavía hoy, a pesar de casi un siglo de lucha feminista, hay formas distintas de socializar. Por eso el modelo Tinder daña más a las mujeres, que se tienen que adaptar. Tienen que salir de los esquemas de la marcas que ese modelo de socialización ha hecho en su cuerpo y en ellas para adaptarse a otro modelo, que es el del hombre.
Lo que yo propongo en el libro es un modelo andrógino, es decir, donde busquemos juntos una forma nueva de relación que no excluya lo afectivo, que sea libre en lo sexual y que no sea tan genital, porque no somos desechables. La igualdad no es ser igual que los hombres; eso es la homogeneización. La igualdad de derechos es respetar nuestras posibles diferencias. Que las diferencias no se conviertan en desigualdades, en un sufrimiento distinto para un hombre que para una mujer. Pero no podemos pensar en que estamos esencialmente condicionados por la naturaleza reproductiva o anatómica. Eso es diferente.
P. Hay quien calificaría esta crítica al ‘modelo Tinder’, a la escisión de sexo y amor, como una postura conservadora. Durante siglos, el compromiso, el afecto y la trascendencia de las relaciones sexuales han servido como excusas para capar la sexualidad de las mujeres.
R. El discurso sobre la sexualidad se hace desde el poder y condiciona los cuerpos. Lo dijo Foucault. Efectivamente, antes de la revolución feminista la sexualidad era el yugo que sometía a las mujeres, al cuerpo de la mujer. Pero a mí no me parece que no tengamos que interrogar la revolución sexual por ello. Yo me inscribo dentro del feminismo, pero de un feminismo que respete las diferencias de socialización de las mujeres. Además de que a mí no me parece bien separar rotundamente la sexualidad de la afectividad, ni para los hombres ni para las mujeres. A mí me parece genial, dicho mal y pronto, un polvo suelto (ríe). Pero no separarlas radicalmente como en la propuesta neoliberal, es decir, el consumo de los cuerpos como si fueran el producto de un catálogo. Eso es un sistema de dominación para las mujeres más que para los hombres.
No me asusta que puedan decir que esto es una propuesta conservadora. Tampoco creo que Judith Duportail, ni Tamara Tenenbaum, ni Eva Illouz lo sean. Creo que es una propuesta profundamente feminista, en el sentido de que el respeto por el otro en su integridad ha sido siempre un principio del feminismo. Por eso no queríamos la dominación de nuestro cuerpo, pero no para que nosotras también controlemos otros cuerpos, sino para que haya respeto y un tratamiento del otro como un sujeto y no como un objeto. A mí me parece revolucionario. Yo creo que es la revolución pendiente. La de recuperar los afectos, recuperar la cercanía para hombres y mujeres, traerla al centro de la organización de la sociedad. Porque lo que ha hecho el neoliberalismo es quitar los afectos para explotarnos en todos los sentidos: como cuerpos, por ejemplo, en los vientres de alquiler, en la prostitución y en el modelo de sexualidad.
P. Si estos modelos de sexualidad no son esencialmente masculinos o femeninos, ¿qué consecuencias hay para los hombres? ¿También les dañan?
R. Hay bastantes consecuencias para ellos. Por una parte, hay un incremento exponencial de la impotencia. El modelo pornográfico, que cada vez se consume más, y el ‘modelo Tinder’ de uso del otro exigen a los chicos un rendimiento sexual y un cuerpo que no tienen. Asistimos a muchísimos hombres que tienen gatillazos o disfunción eréctil, porque están sobreexigidos. Creen que las mujeres van a esperar de ellos hazañas, acrobacias eróticas a las que no van a poder responder.
Por otra parte, la adicción a Tinder produce una frialdad afectiva. Algunos pacientes me decían: «Soy como una piedra, no siento nada, ya no sé diferenciar la persona que tengo delante porque todas son sustituibles. Aunque lo pase muy bien con una chica, puede haber otra que me guste más». Esta racionalización de los afectos ocurre de forma parecida a cuando compras un electrodoméstico: siempre temes equivocarte. Las personas tienen obsolescencia programada, y si hay otro que me puedo encontrar, mejor. Y eso produce una represión de los afectos y, a la larga, una experiencia de sí mismo como una persona extremadamente fría. Pero cuando llegan a una edad, cuando llevan ya tiempo en la aplicación, empiezan a ver que hay algo que no va bien. «¿Qué hago? ¿Sigo aquí, consumiendo chicas? ¿Es que no me voy a enamorar, no voy a sentir nada?» Se dan cuenta de que no las van a sentir porque han hecho un adiestramiento para que esas emociones no surjan. Y es para protegerse de los propios algoritmos de la aplicación.
P. Habla del modelo neoliberal, del consumo de cuerpos como si fueran objetos. ¿Sería Tinder una traducción de la precariedad económica, laboral, en una precariedad afectiva?
R. Este es uno de los aspectos más traumáticos del sistema. Lo que lo que ha hecho este modelo de producción es secuestrar el futuro de los jóvenes. Digamos que, por lo menos desde la Ilustración, hemos pensado que la vida humana necesita vínculos, trabajo, familia… En fin, todo un reconocimiento social que está absolutamente negado y borrado en la estructura de muchos jóvenes. En este aspecto, no pueden programar un futuro, que era lo que antiguamente se llamaba trascendencia. No contar con un proyecto trascendente nos hace seres profundamente inmanentes, presentes, tal y como se suele caracterizar a los jóvenes. Y claro, este presentismo es muy sincrónico con Tinder.
¿Cómo va un joven a buscar, a proyectar en un futuro una relación donde pueda tener una casa, una pareja, una vida compartida, si no tiene medios económicos para hacerlo? Este sistema produce los individuos que necesita para su supervivencia. Con estos mimbres, se fabrica esta falta de subjetividad necesaria para sobrevivir al sistema. Jóvenes que tienen que pensar forzosamente en el presente, porque pensar en un futuro les crea impotencia. Porque sus contratos son precarios, porque no ganan dinero suficiente para la autonomía, para independizarse de los padres ni para formar una pareja. Necesitan lazos frágiles, porque están deslocalizados: un día aquí, otro día allá. No porque sus encuentros con Tinder les producen muchos, muchos encuentros, por ejemplo. Hacen una racionalización de sus afectos, controlan lo afectivo para no resultar heridos.