Rafael Narbona
Publicado en El cultural
En estos tiempos donde es absurdo pensar que la Shoah y el Gulag pertenecen al pasado, la filósofa nos recuerda que lo esencial de la democracia no es el libre mercado, sino el ejercicio de la libertad
El pensamiento de Hannah Arendt no adquirió un reconocimiento unánime hasta que cayó el Muro de Berlín y se derrumbó definitivamente el prestigio de la utopía comunista. Detrás del telón de acero, no se alzaba el paraíso de la clase trabajadora, sino una de las máscaras del totalitarismo, particularmente horrible durante los años de Stalin, un déspota oriental. La equiparación entre nazismo y estalinismo establecida por Hannah Arendt, lejos de ser arbitraria, reflejaba fielmente la realidad. El descrédito del marxismo dejó un sentimiento de orfandad entre los intelectuales que habían abrazado sus promesas. Hannah Arendt, que comprendió ese desencanto, pidió que se restaurara la dignidad de la política como herramienta de resistencia contra la tiranía y la opresión. En la democracia, lo esencial no es el libre mercado, sino el ejercicio de la libertad. Arendt recordó que la libertad es un bien absoluto, pero también una fuente de angustia, pues exige pensar, asumiendo riesgos y aceptando la posibilidad del error. El mundo se vuelve más peligroso e incierto, pero también más digno y humano.
Cuando en 1958 Hannah Arendt publicó La condición humana, se preguntó en primer término qué horizonte abría el primer lanzamiento espacial. Se trataba de un acontecimiento tan importante como la descomposición del átomo. Era la apoteosis de la técnica, que extendía su dominio más allá del orbe planetario. El ser humano se planteaba “habitar” el cosmos, colonizarlo. No era la consumación de un sueño, sino un acto de poder. La praxis científica y política, e incluso la fantasía popular, que no dejaba de inspirar ficciones literarias y cinematográficas sobre el futuro, sacrificaban todo a las necesidades de la vida, buscando nuevos recursos que explotar. Esta es la razón de que el progreso técnico no persiguiera la emancipación del trabajo, sino su “glorificación teórica”, ya que solo este podía garantizar la pervivencia de la especie, aunque paradójicamente el mundo nunca se había acercado tanto a su extinción, con la posibilidad de un holocausto nuclear. El efecto de este giro fue “la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo”.
En La condición humana, Hannah Arendt divide el quehacer humano en tres estadios: la labor, el trabajo y la acción. La labor es la vida misma, el conjunto de rutinas biológicas que desarrollamos para sobrevivir. El trabajo es el procedimiento que aplicamos a los recursos naturales para transformarlos en útiles adaptados a nuestras necesidades. La acción es el único proceso que no se ejerce sobre la materia. Es el espacio del discurso, cuyo fin no es simplemente la comunicación, sino la creación de un ámbito político. La acción es lo verdaderamente humano, pues ahí aflora el valor irrepetible de cada individuo: “Todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá”. Cada nacimiento garantiza la diversidad, fundamento de la vida política. El totalitarismo exalta la muerte porque aspira a suprimir la diversidad y establecer un Estado-jardín basado en la uniformidad.
Desde el punto de vista de los griegos, ni la labor ni el trabajo poseían suficiente dignidad para convertirse en una forma de vida auténticamente humana. Solo en la acción, en tanto pluralidad y controversia, podía realizarse un hombre libre. Incluso cuando desaparece la polis, la palabra –desvinculada de su función política– conserva su superioridad, transformada en bios theoretikos o, de acuerdo con la traducción latina, vita contemplativa. De hecho, griegos y romanos no contemplan otra inmortalidad que la garantizada por las creaciones políticas o intelectuales. La búsqueda de la fama como justa recompensa a la excelencia es lo que diferencia al hombre libre del esclavo o el animal. Durante la Antigüedad, nadie cuestionaba la desigualdad entre los hombres. La disposición de arriesgar la propia vida en el juego político es lo que diferenciaba al hombre libre del esclavo o siervo, demasiado apegado a la existencia. El principio de isonomía o igualdad de derechos civiles y políticos solo se aplicaba a los hombres libres o ciudadanos. La violencia era el mecanismo legítimo que marcaba las diferencias. Había que estar dispuesto a morir para vivir con libertad y dignidad.
El ideal igualitario de la Revolución francesa disolvió la dialéctica del amo y el esclavo, acarreando el desembarco de las masas en la esfera política. El trabajo perdió su condición de tarea penosa e indigna. Nada habría repugnado más a los antiguos que la vinculación del trabajo a la excelencia. Frente a la vida contemplativa, Marx opuso el ideal de una humanidad socializada, donde labor y trabajo colaboran en una única tarea: garantizar el proceso de la vida. Se invierte de este modo la jerarquía establecida por los griegos. Solo las profesiones con “utilidad pública” poseen dignidad, mientras las ocupaciones liberales pierden su prestigio. La utopía marxista concede prioridad a la reproducción de la vida frente al concepto de virtud de los antiguos, donde la excelencia prevalece sobre la supervivencia. Este planteamiento no frustra las tendencias ilustradas de Marx, que especula con un porvenir donde la revolución emancipe al hombre del trabajo, sustituyendo el reino de la necesidad por el reino de la libertad. No puede ser de otro modo, pues “el reino de la libertad solo comienza donde cesa la labor determinada por la necesidad”. Esta “fundamental y flagrante contradicción” afecta a la totalidad del pensamiento marxista. En todas las fases de su obra, Marx “define al hombre como animal laborans y luego le lleva a una sociedad en que su mayor y más humana fuerza ya no es necesaria. Nos deja con la penosa alternativa entre esclavitud productiva y libertad improductiva”.
El hombre es la única especie que experimenta repugnancia hacia el esfuerzo por perseverar en su ciclo biológico. La urgencia de las necesidades materiales, que otros animales perciben como la esencia del vivir, se convierte en el hombre en esclavitud. La esclavitud es la condición natural de la vida misma y el precio de la emancipación es la propia vida, pues “la perfecta eliminación del dolor y del esfuerzo laboral no solo quitaría a la vida biológica sus más naturales placeres, sino que le arrebataría su misma viveza y vitalidad. Para los mortales, la ‘vida fácil de los dioses’ sería una vida sin vida”.
La espiral de consumo que caracteriza a las modernas sociedades industriales ha vinculado el trabajo al ciclo biológico de la abundancia, imponiendo la renovación permanente de los bienes de uso. Marx creyó que la emancipación de la labor (“el único elemento estrictamente utópico de su pensamiento”) engendraría un ocio basado en actividades intelectuales y creativas, ya que al no emplear su fuerza en satisfacer sus necesidades, el hombre utilizaría su energía en tareas más elevadas. Esta profecía se ha incumplido rigurosamente, pues el ser humano ha ocupado su ocio en el consumo, transformando todas las cosas en objeto de sus apetitos. Surge de esta forma la cultura de masas, que representa una amenaza para el equilibrio ecológico y el porvenir del planeta, ya que el consumo es un apetito insaciable y destructor.
La exaltación de la utilidad como bien supremo produce un mundo inhumano, donde el valor de las cosas viene determinado por valor de mercado. En ese contexto, el pensamiento y el arte se convierten en bienes marginales. El consumo ha invadido la mayor parte de la esfera pública. Se ha cumplido de este modo el sueño de los antiguos tiranos griegos, que ambicionaban transformar el ágora en una plaza de mercado. La vida humana queda rebajada a la condición de mercancía y el valor del trabajador se mide por la demanda que afecta a su actividad, propiciando que algunos se planteen un futuro donde las máquinas puedan reemplazar al individuo en la tarea de pensar, sin advertir que los procesos lógicos del ingenio mecánico más potente son incapaces de erigir un mundo, donde pueda habitar el hombre.
No hay en La condición humana ninguna referencia a otras tradiciones culturales. Ni el Islam ni las grandes civilizaciones de Oriente; menos aún, los pueblos africanos o precolombinos. Esta omisión podría interpretarse como una forma de desdén hacia formas de organización que aparentemente no habrían superado el umbral de la acción racional. Es paradójico que Hannah Arendt incurra en estos planteamientos, cuando la última parte de su obra se ocupa de la invención del telescopio, invento crucial en la determinación del lugar que le corresponde al hombre en el cosmos. No podemos descartar que existan civilizaciones extraterrestres con formas de razonamiento muy superiores a las nuestras, lo cual anularía la jerarquía establecida por Arendt. En cambio, su juicio sobre la sociedad de consumo ha sido confirmado por el tiempo.
En nuestros días, el desprecio de las actividades que no contribuyen a la producción se ha generalizado, lo cual ha provocado que se identifique democracia y cultura de masas. El regreso de los sentimientos nacionalistas no es nostalgia de la polis, sino fruto del creciente peso de las masas en la política. No es extraño que el nazismo planteara sus objetivos en términos biológicos. Se trataba de restituir la lucha elemental por la vida frente a la presunta futilidad del debate político, que solo produce reconocimiento. El hombre nuevo sería un trabajador, una síntesis del soldado y el operario que hallaría su identidad en la impersonalidad del uniforme. Lo más paradójico de este programa es que, invocando la obligación de contribuir al progreso de la vida, se instauró un régimen que introdujo en la historia el exterminio industrializado. El fervor exterminador no se agotó en el enemigo judío, polaco o comunista, sino que se revolvió contra el pueblo al que se había prometido un imperio milenario. Hitler llegó a plantear la esterilización forzosa de los alemanes con afecciones pulmonares y cardíacas.
La condición humana no es un tratado antropológico, sino político. Sin la referencia a Los orígenes del totalitarismo, que apareció en 1951, la obra quedaría incompleta. Hannah Arendt, que prefería el calificativo de publicista al de filósofo, no subordinó los acontecimientos a una escatología ni se identificó con un programa definido de reformas. Sabía que el hombre no está sujeto a leyes históricas o naturales. La condición humana es imprevisible y lo imprevisible no procede del azar, sino de la libertad. De convicciones liberales, Arendt siempre abogó por el imperio de la ley, el constitucionalismo y la razón política. No se puede obligar al individuo a involucrarse en la vida pública, pues eso es lo que hace el totalitarismo, pero se debe subrayar que la defensa del bien común es una obligación ciudadana. Si cada uno se dedica exclusivamente a cultivar su jardín, algún día la maleza penetrará en su hogar, destruyendo su existencia idílica. Hannah Arendt es una humanista. De ahí su firme oposición al poder totalitario, que considera al individuo superfluo: un cuerpo que se puede destruir y un alma susceptible de ser manipulada.
Es absurdo pensar que la Shoah y el Gulag pertenecen al pasado. Podrían volver. De hecho, no han desaparecido los centros de internamiento, los populismos gobiernan en muchos países y el nacionalismo crece en una Europa en crisis permanente. Pese a todo, el mal siempre acaba retrocediendo frente al bien, pues “carece de profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Solo es extremo, nunca radical”. En eso consiste su banalidad. “Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical”. Debemos interpretar esa diferencia como un signo de esperanza.