La red colonial de las plantaciones de aceite de palma. República Democrática del Congo.

Fuente: Planeta Futuro, El País

Autora: Glòria Pallarès

El planeta conserva tres grandes bosques tropicales: Amazonía, sudeste asiático y Cuenca del Congo. Pero el mejor conservado es el tercero. Sus selvas, del tamaño de siete Españas, alimentan ríos en el cielo: flujos colosales de vapor de agua que emanan de las hojas y actúan como un termostato natural, regulando el clima de la región y del mundo. Sin embargo, estas zonas de vital importancia para el clima y la biodiversidad son también las tierras más propicias para la expansión de cultivos como la palma aceitera, que es originaria de África central y occidental.

La mayoría de las tierras aptas para la producción de aceite de palma, conocido como oro naranja, están en la República Democrática del Congo (RDC, 90 millones de habitantes), un país rico con gente pobre, con el río más profundo del mundo, el mayor bosque tropical de África y suelos idóneos para el caucho y el cacao. Posee la mayor producción mundial de cobalto, esencial para las baterías de coches eléctricos y de móviles, y la segunda de diamantes. Y sus riquezas llevan atrayendo a extranjeros desde el siglo XV. Los belgas colonizaron la zona entre 1885 y 1960, llegando a reducir la población congoleña a la mitad. La RDC conquistó su soberanía, pero hoy está entre los países más opacos y corruptos del mundo, según el Índice de Transparencia Internacional. Con 2.345 millones de kilómetros cuadrados, tiene una extensión de más de la mitad de la Unión Europea.

Y allí, en las selvas de África central, a orillas de estas aguas, se encuentra una de las plantaciones de palma aceitera más extensas y más antiguas del continente. En 1911, un vizconde inglés adquirió 750.000 hectáreas en el Congo belga, pasando a controlar un área del tamaño de 50 veces la ciudad de Londres. Quería hacer jabón. William H. Lever fundó así Plantations et Huileries du Congo Belge (PHC) y murió pensando en sus macro cultivos, origen del gigante alimentario Unilever, como un ejemplo de capitalismo moral. Más de cien años después, PHC se congratulaba de haber cuadruplicado los salarios en una década en un publirreportaje titulado Salvación socioeconómica en la RDC.

En realidad, las plantaciones coloniales de PHC prosperaron durante décadas gracias al trabajo forzado e, incluso, lo que pagaban tras el aumento salarial en 2019 era apenas un euroal día. Entre 2013 y 2020, el agronegocio estuvo controlado por bancos de desarrollo europeos, propiedad de gobiernos como el de España. Estos financiadores bilaterales invierten en el sector privado en países de renta media y baja a un interés inferior al de mercado. Y tienen un triple objetivo: ganar dinero, promover el crecimiento económico y aplicar la política de Cooperación de sus respectivos Estados.

Los bancos de desarrollo invirtieron más de 130 millones de euros en la PHC entre 2013 y 2020 cuando, arruinada y llena de conflictos sociales, entró en bancarrota y pasó a manos de firmas de capital privado. España perdió el dinero que había invertido a través del Fondo Africano para la Agricultura, al que aportó 35 millones de euros. El Gobierno británico se despidió de más de 65 millones de euros en acciones. Sin embargo, Europa sigue vinculada a las plantaciones congoleñas.

La PHC debe 43 millones de eurosa un consorcio de acreedores de Alemania, Bélgica, Holanda y Reino Unido, cuyos miembros están entre los diez mayores financiadores bilaterales de desarrollo del mundo. Para zanjar el tema, el consorcio ha decidido perdonar hasta el 80% de la deuda con una condición: que la PHC respete el medio ambiente y los derechos humanos tanto de sus 8.500 trabajadores como de las 100.000 personas que viven dentro o junto a sus concesiones. Pero las cosas no están saliendo como se esperaba, ni con uno, ni con otro, tal y como EL PAÍS ha podido constatar en vivo en el país africano.

Exposición a productos tóxicos, peligrosos y radiactivos

La PHC actual controla 107.000 hectáreas. El 76% de la empresa pertenece a firmas de capital privado domiciliadas en las Islas Caimán, Mauricio y Delaware y, el resto, al Gobierno congoleño. El principal cliente de la PHC es Groupe Rawji, un conglomerado familiar que, además de procesar alimentos y detergentes en la RDC, controla el mayor banco del país y maneja negocios variopintos en lugares como Alemania, Dubai, India y China.

La mayor de las tres plantaciones de PHC, del tamaño de la ciudad de Madrid, está a 13 horas de Kisangani, la capital de Tshopo, en canoa motorizada o a cinco en lancha rápida. Como un desierto verde, el palmeral de Lokutu se extiende desde la inmensidad del río Congo hasta los confines del segundo mayor bosque tropical del planeta, atrapando poblados, escuelas y sepulturas.

En junio de 2021, la empresa y dos altos cargos del Gobierno provincial congoleño colaboraron en la “destrucción de 20 toneladas de productos fitosanitarios, tóxicos, peligrosos y radiactivos caducados”, según un acta de la Coordinación de Medio Ambiente de la provincia de Tshopo a la que tuvo acceso EL PAÍS. Pesticidas, fertilizantes químicos, sosa cáustica y baterías de plomo, cadmio y níquel acumulaban polvo en siete almacenes y un laboratorio de la plantación en Lokutu; en algunos casos, desde la época de Unilever, que controló las plantaciones hasta 2009.

La compañía eligió un terreno junto a un camino, lo desbrozó y transportó los residuos en camiones abiertos. En presencia de la delegación, los operarios rociaron desechos sólidos con gasolina, les prendieron fuego y los enterraron en contacto directo con el suelo. Diluyeron líquidos corrosivos a ojo. Luego se fueron. Todos. Se marcharon sin informar a nadie, dejando el solar sin vallar, sin vigilar y sin señalizar. ¿Quién se iba a enterar?

Los lugareños, intrigados, sondearon el terreno con palos y desenterraron cuanto pudieron con la esperanza de venderlo o reutilizarlo. No es difícil: el lugar está a solo un kilómetro del barrio de trabajadores de Yalikito, a 900 metros de su fuente de agua y junto al atajo que lleva a los huertos de maíz y al barrio vecino. Luego llovió, rebrotaron las plantas y empezaron a ir niñas a recoger hojas de mandioca para la comida familiar, deambulando descalzas entre exudaciones químicas pestilentes, bidones de ácido en polvo resquebrajados y baterías de plomo escacharradas.

“Yo estoy siempre aquí”, afirma el anciano jefe de Yalikito, Jean Buinga Ilanga, sentado bajo un cobertizo de barro y hojas de palma. “Vi pasar a los camiones y a la delegación, pero nadie vino a informarme y tampoco me atreví a preguntar. ¿Qué podemos hacer? Vivimos en su concesión y somos sus inquilinos” se pregunta, señalando unas casas ennegrecidas y agrietadas de la época del imperio de Lever.

Arrojar desechos industriales a hogueras abiertas y vertederos no controlados contamina el agua y el suelo, y expone a las personas a productos tóxicos. “En países con una gobernanza débil, los operadores [económicos] son más responsables que nunca de seguir buenas prácticas”, afirma desde Brazzaville (República del Congo) el experto en saneamiento e higiene de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Guy Mbayo Kakumbi. “Informar a las comunidades sobre el destino de los residuos, alertarlas de los riesgos y actuar con ética es lo mínimo”.

La empresa sostiene que ella no destruyó ni inactivó nada, sino que se limitó a confiar la gestión de los residuos a la Coordinación Provincial de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible. “Todos los procedimientos en vigor han sido respetados”, respondió el pasado noviembre a EL PAÍS la gestora de Programas Ambientales, Sociales y de Gobernanza de la PHC, Fanny Salmon. “La PHC lamenta constatar que la población local no ha respetado la zona y ha ido a desenterrar baterías para recuperar el plomo y otros [materiales]. Se adoptarán de forma inmediata medidas para reforzar la seguridad”.

El plomo es un metal pesado altamente tóxico cuando se ingiere o se inhala. Se degrada muy despacio, de modo que los sitios contaminados pueden ser peligrosos durante décadas. Según la OMS, no se conoce un nivel seguro de exposición al plomo, cuyos efectos son especialmente graves en niños y embarazadas.

“Tanto las autoridades congoleñas como la empresa tienen el deber de asegurar que los residuos tóxicos con plomo se desechan de una forma segura que no infrinja el derecho de las comunidades a la salud y a un medio ambiente sano”, afirma desde Nueva York la experta de Human Rights Watch (HRW) Luciana Téllez Chávez. Asimismo, “los bancos de desarrollo tienen la obligación de defender los compromisos internacionales de sus países sobre derechos humanos, también en el extranjero”, remarca.

La PHC contestó a todas las preguntas excepto a dos. Una era si el transporte y destrucción de los productos, que ella misma facilitó y presenció, cumple con los principios internacionales con los que dice alinearse, incluyendo los del Plan Ambiental y Social que acordó con los acreedores europeos. La segunda era qué estándares técnicos seguían los métodos utilizados. La empresa no respondió.

Los responsables de la Administración congoleña encargados de la supervisión que viajaron a Lokutu a cuenta de la compañía, tampoco.

El 98% de los inspectores, sin salario

El proceso que culminó en este episodio había empezado un año antes, en 2020, cuando la policía judicial precintó los almacenes y el laboratorio durante una inspección rutinaria por albergar productos caducados desde hacía más de una década.

Este junio, el entonces coordinador provincial de Medio Ambiente, Félicien Malu, y el consejero político en la materia, Dieu Merci Assumani, fueron a desprecintar las instalaciones, coincidiendo con la ausencia del nuevo gobernador, Maurice Abibu Sakapela. Cuando este se enteró, les ordenó regresar de inmediato a Kisangani, la capital de Tshopo. En agosto, los dos funcionarios fueron relevados de sus puestos.

“Aquí no hay infraestructuras para tratar residuos agroindustriales, y lo apropiado habría sido llevarlos a Uganda”, explica el director de la Agencia Congoleña de Medio Ambiente en Kisangani, Guy Mondele. “Lo que ocurre es que la Coordinación Provincial de Medio Ambiente es, sobre todo, un servicio de caza de infracciones y de recaudación. Lo que prioriza es el cobro”.

La Coordinación tiene 138 empleados, de los que “solo uno o dos cobran un salario”, según fuentes de la misma. Como muchas otras entidades descentralizadas de la RDC, no recibe fondos del Gobierno nacional para gastos ordinarios, como comprar blocs de notas o bolígrafos. Debido a la falta de medios, los empleados tampoco se pueden desplazar por Tshopo, un tapiz de bosques tropicales primarios, ciénagas y turberas del tamaño de media Francia que constituye la mayor provincia boscosa del país.

“Se supone que debemos inspeccionar las concesiones agroindustriales y forestales de forma periódica”, explica un agente de la policía judicial que prefiere no desvelar su nombre por temor a represalias. “En la práctica, solo podemos ir si las propias empresas se hacen cargo del transporte y nos dan una paga diaria: la mitad del dinero es para nosotros y, el resto, para nuestros superiores. ¿Cómo podemos hacer controles independientes en estas condiciones?”.

Y los bancos europeos de desarrollo, ¿cómo monitorizan el impacto ambiental y social de sus más de 2.000 inversiones, valoradas en miles de millones de euros, en lugares críticos para la biodiversidad y el clima como la Cuenca del Congo?

Inversiones difíciles de controlar

La PHC da por cerrado el episodio de los desechos. Indica que abonó la multa correspondiente a la Dirección Provincial de Recaudación en abril de 2021, mostrando el recibo de un importe equivalente a 28.000 euros. También rechaza haber realizado pagos directos a ningún funcionario.

Los acreedores europeos conocían la infracción, según afirmó el banco de desarrollo alemán (DEG) por correo electrónico en nombre del consorcio. También sabían que, en un principio, las autoridades habían intentado imponer unas multas “abusivas” a la PHC, en palabras de la propia empresa. Lo que los bancos alemán (DEG), belga (BIO), holandés (FMO) y británico (CDC Group) desconocían era el destino de las 20 toneladas de productos fitosanitarios, tóxicos, peligrosos y radiactivos caducados.

¿Cómo podía ser?

EL PAÍS preguntó a esas instituciones cómo supervisan el cumplimiento del Plan de Acción Ambiental y Social, del que depende la reducción de la deuda. “Realizamos un seguimiento regular y dialogamos con el cliente sobre su implementación”, añadió el DEG alemán, señalando que se toman muy en serio la cuestión de los residuos tóxicos y que la van a examinar. Según la web de la entidad holandesa (FMO), los bancos también encargan auditorías a consultores locales y visitan las plantaciones cada dos años.

En esta ocasión, el diálogo con el cliente no bastó. “En la PHC no sentimos la necesidad de indicar a las instituciones financieras de desarrollo (IFD) que la continuación del proceso [el vertido de los residuos] se había realizado respetando las leyes nacionales”, apuntó la empresa.

En 2019, el FMO holandés se preguntaba “qué pasa cuando la compañía está verdaderamente comprometida a ejecutar el Plan de Acción Ambiental y Social, pero carece del presupuesto porque los precios [del aceite de palma] están por los suelos”. Pero informar a las comunidades locales no cuesta dinero. Señalizar un vertedero de productos peligrosos, tampoco.

Casos como el de la PHC muestran la dificultad de los inversores para controlar proyectos de alto riesgo en países con instituciones débiles. Países donde los propios financiadores no están presentes para supervisar, directamente, el desempeño de clientes a quienes han inyectado millones de euros.

El ejemplo de la PHC también pone de relieve lo que se conoce como “distanciamiento de la responsabilidad”, una idea que está empezando a sonar, y a preocupar, en foros como el Parlamento Europeo.

El concepto es simple: cuanto más complejas son las redes de inversión transnacionales, cuantos más intermediarios y jurisdicciones hay, más difícil es determinar quién es responsable de las infracciones sobre el terreno. Allí lejos, en bosques tropicales a orillas del Congo, el Sarawak o el Orinoco… A horas de avión, barca y mototaxi del Paseo de La Castellana, de los despachos enmoquetados de La Haya y de la Quinta Avenida de Nueva York…

Seis grados de separación

En 2008, un estudio demostró la hasta entonces leyenda urbana de los seis grados de separación: cualquier persona del planeta está conectada con otra a través de una media de seis intermediarios. Lo mismo ocurre en las telarañas financieras globales.

Sin los cortafuegos adecuados, inversores bienintencionados pueden acabar respaldando proyectos muy alejados de sus principios: desde la deforestación de bosques tropicales hasta la explotación laboral, pasando por la optimización fiscal en beneficio de oscuras élites mundiales.

Las niñas que trabajan cogiendo hojas de mandioca en el vertedero de la plantación congoleña poco se imaginan quién está en el otro extremo de la cadena de inversión.

Para empezar, están los fundadores de algunas de las firmas de capital privado que adquirieron la PHC en 2020: Walé Adeosun, ex asesor de Obama para el comercio entre Estados Unidos y África que gestiona el capital de clientes ultra-ricos; Kalaa Mpinga, un magnate congoleño del oro y los diamantes, sobrino de un ministro del petróleo de Kabila; y Larry Seruma, que dirigió un hedge fund (fondo de inversión libre) del BBVA y Vega, y que, como otros muchos, inició su carrera con Bernard Madoff, el artífice de la mayor estafa piramidal de la historia.

A su vez, la catarata de fondos conectada a la PHC se ha alimentado del capital de grandes universidades norteamericanas como Northwestern, Washington in Saint Louis y Michigan. También se ha nutrido en momentos determinados de la Fundación Gates y de fondos de pensión sudafricanos, tal y como se refleja en las declaraciones fiscales de los inversores consultadas por EL PAÍS y por el Oakland Institute.

España, Francia y Estados Unidosinvirtieronen las plantaciones a través del Fondo Africano para la Agricultura (AAF por sus siglas en ingles), y países como Suiza y Suecia entraron a través del Emerging Africa Infrastructure Fund (EAIF), a cuya hucha contribuyen el Banco de Desarrollo Africano, el banco británico Standard Chartered y la multinacional alemana de servicios financieros Allianz. Las responsabilidades se diluyen a medida que los intermediarios aumentan.

¿Quién debe rendir cuentas?

Cuando hay un problema en una inversión, los bancos de desarrollo llaman a sus gestores de fondos. Estos trasladan la responsabilidad a los directivos de la empresa. El equipo ejecutivo culpa a las autoridades locales, que acusan a la compañía. Y vuelta a empezar. Y en el caso de la PHC, todavía hay otra vuelta de tuerca.

Las firmas de capital privado se están enfrentandoen los tribunales de Delaware y Nueva York (Estados Unidos), Toronto (Canadá) y Kinshasa (RDC) por la propiedad de la empresa, que valoran en 88 millones de euros. Centenares de páginas de documentos judiciales examinados por EL PAÍS describen las maniobras de estas firmas: préstamos mutuos al 17,5% de interés, acusaciones de resucitar planes de evitación fiscal en la PHC e inversiones en misteriosas empresas agrícolas.

Hasta lo sugieren los correos electrónicos entre los acreedores y los fondos: el entramado corporativo detrás de la PHC es tan enrevesado que, incluso, los bancos de desarrollo se muestran confundidos.

Fondos públicos, finanzas opacas

La sociedad civil (ONG y otras organizaciones) es un vigía crucial de las inversiones. Sin embargo, “las instituciones financieras de desarrollo (IDF) europeas son increíblemente opacas: solo tres de ellas publican sus subinversiones”, explica una fuente del sector que pide anonimato para evitar represalias. “Compiten entre ellas y con los bancos comerciales, de modo que la prioridad de quienes trabajan allí no es siempre el desarrollo”.

Lo corrobora un informe reciente de la Iniciativa de Transparencia de Instituciones Financieras de Desarrollo (DFI Transparency Initiative), de la campaña global Publish What You Fund (Publica lo que financias): “La falta de transparencia [sobre las subinversiones] significa que es casi imposible comprender su impacto en el desarrollo. (…) Esto es inaceptable, sobre todo, cuando estas instituciones emplean dinero público y, en algunos casos, ayuda oficial al desarrollo”.

ONG, legisladores, ciudadanos y contribuyentes tienen complicado seguir las actividades de los bancos de desarrollo de sus países. Lo mismo les ocurre a las comunidades afectadas. “Es crítico que las instituciones financieras mejoren el aporte de información desglosada sobre cada una de sus inversiones”, afirma el experto de la Iniciativa, Paul James.

Los compromisos de los países en materia de clima, biodiversidad y derechos humanos –como los anunciados en la COP26– dependen de la capacidad de seguir el dinero desde los bolsillos de los inversores y consumidores internacionales hasta lugares como Tshopo. A medida que las tierras del sureste asiático van quedando saturadas de plantaciones, según un estudio del Centro para la Investigación Forestal Internacional (CIFOR), los agronegocios empiezan a buscar alternativas en los bosques prístinos del África central.

Agronegocios a la conquista de África

Los bosques de África central son menores que los de la Amazonía, pero absorben más dióxido de carbono. También albergan la mayor turbera tropical del planeta, una bomba de carbono del tamaño de Inglaterra. Las turberas son humedales con una espesa capa de materia orgánica que ocupan solo el 3% de la superficie terrestre, pero almacenan el 20% del carbono del suelo a nivel mundial.

En Asia, millones de hectáreas de turberas ya han desaparecido frente al avance de la palma y, a los efectos de la deforestación, se suman los de la polución y el crecimiento demográfico en torno a las macro plantaciones.

Indonesia y Malasia producen el 90% de un aceite presente en cosméticos, chocolatinas, alimentación animal y detergentes. Pero el aumento del consumo global, la escasez de tierras en Asia y el ímpetu económico de África apuntan al inicio de un nuevo auge del aceite de palma en la Cuenca del Congo.

En 2009, la PHC declaró que dejaría de deforestar y se limitaría a replantar, pero en la región hay otro medio centenar de plantaciones industriales de palma aceitera. Varias de ellas tienen planes de expansión. Y sobre otras, como Socfin, de Luxemburgo, y Olam, de Singapur, pesan acusaciones de acaparamiento de tierras y tala de bosques comunitarios. Socfin se benefició de fondos de Francia (Proparco) y del Banco Mundial, y Olam, del Banco Africano de Desarrollo.

En los últimos 30 años, el área destinada al aceite de palma en la Cuenca del Congo y otros cinco países productores de la región ha aumentado un 40%, según CIFOR. Y todavía quedan 280 millones de hectáreas aptas para el cultivo, la mayoría de ellas en la RDC, Camerún y la República del Congo. “Si no se interviene, los aumentos de producción vendrán de la expansión, más que de la intensificación, de los cultivos (…) posiblemente, a expensas del bosque”, alerta Denis Sonwa, científico del CIFOR.

¿Y ahora, qué?

En Lokutu, no saben dónde enterrar a sus muertos. Este año, la policía congoleña arrestó a un lugareño por intentar sepultar un cuerpo en una cancha de fútbol. “Las casas están bajo las palmas; las letrinas están bajo las palmas; incluso nuestras tumbas están bajo las palmas”, explica el vecino Joseph Meia.

En las entrañas verdes de RDC, las comunidades viven de la selva. “Pero aquí todo es importado. En el bosque que rodea las plantaciones ya no hay caza y hasta la leña para cocinar es un problema”, lamenta Meia.

La PHC engulló tierras ancestrales que hoy corresponden a siete entes locales. En Bolesa, hay 23 pueblos que son islas en un océano de palmas. Para llegar al bosque, hay que cruzar este mar. “En febrero, mi hermano Blaise Mokwe, salió a por ramas para hacer una escoba”, dice Eddy Baitita. “Como llevaba un machete, los guardianes pensaron que quería robar frutos de palma y lo mataron”. Tenía 33 años.

Manu Efolalofa, de 20 años, desapareció el mismo mes tras ser arrestado por guardianes de la plantación. Su madre, Ogeno Losana, tiene otras nueve bocas que alimentar: “Intenté cultivar un huerto en el bosque, y las comunidades locales me echaron. Me trasladé a otra parcela, y la empresa puso palmas. Ahora vendo garrafas de aceite para sobrevivir”. Losana espera que la compañía la compense algún día, por lo menos, empleando a alguno de sus hijos.

Según la empresa, la población de Lokutu podría estar hurtando el equivalente a 10.000 toneladas de aceite al año en frutos de palma. Lo calculan en función de un rendimiento teórico basado en la edad de las palmas, su estado de mantenimiento y la fertilización empleada. La producción actual de PHC Lokutu ronda las 17.000 toneladas.

“Si pagaran bien a los trabajadores, estos no se verían obligadas a robar frutos ni carburantes”, opina un empleado. A pesar de sus 30 años de antigüedad, solo gana 1,4 euros al día, y su familia subsiste por debajo del umbral de la extrema pobreza. Nunca ha visto la crema de chocolate ni las lociones hidratantes producidas con los frutos que cosecha. Ninguno de sus tres hijos va a la escuela.

En teoría, la empresa podría convertirse en un ejemplo a seguir. “Rejuvenecer las plantaciones existentes y mejorar su rendimiento, en lugar de expandirlas, es una buena forma de responder a la demanda de aceite de palma y reducir la deforestación”, señala Rocío Díaz Chávez, la vicedirectora en África del Stockholm Environment Institute (SEI), un referente global en investigación y políticas ambientales.“Pero pagar 30 dólares al mes a alguien no es ayuda; es neocolonialismo”.

Voracidad. Opacidad. Descontrol. Responsabilidades diluidas. Cuando William H. Lever fundó Plantations et Huileries du Congo en 1911, el conocido como Napoleón del jabón aspiraba a crear un negocio limpio. Y, sin embargo, lo que PHC ha acabado ofreciendo son cien años de lecciones sobre los fallos de los sistemas agrícolas, financieros y de gobernanza en un mundo globalizado.

Son errores que los inversores, los gobiernos y las compañías deberán enmendar.

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