Fuente: https://curasvilleros.wordpress.com
Homilía de Mons. Juan Carlos Romanín en la 13ª Misa contra la trata, “Por una sociedad sin esclavos ni excluidos”, realizada el 23 de septiembre en la parroquia Corazón de María.
Hace ya 13 años que nos convocamos para celebrar la Misa en solidaridad con las víctimas de la trata de personas, con los trabajadores cartoneros, con las mujeres en situación de prostitución, con las víctimas de trata y tráfico, laboral y sexual, migrantes e itinerantes, personas en situación de adicciones. Rezamos y luchamos por una sociedad sin esclavos ni excluidos, en la que se reconozca y se respete la dignidad y la libertad de todos y cada uno.
Lamentablemente, el vergonzoso e intolerable crimen de la trata de personas daña seriamente la vida de muchísima gente. Este tiempo de aislamiento por la pandemia, agudiza este delito y lo hace más visible e insostenible en tantos rostros de hermanos que cada día vemos sufrir y padecer al lado nuestro.
Estos rostros de excluidos son muchos y dolorosos. Hay miles de personas –niños, hombres y mujeres de todas las edades– privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones de verdadera y penosa esclavitud.
Trabajadores y trabajadoras oprimidos de manera formal o informal en muchos sectores, donde no se cumple con las mínimas normas laborales de justicia, de respeto, de equidad y de caridad. Chicos y chicas que son explotados. Cartoneros y cartoneras que siguen reclamando el justo reconocimiento de su trabajo como servidores públicos con todo lo que esto conlleva. En Villa Itatí, por ejemplo, donde ahora estoy viviendo, se aprecia el aporte social y ecológico que ellos hacen en la reutilización de los residuos sólidos y en la reducción en el enterramiento de la basura.
Pienso en los migrantes que se ven obligados a vivir en la clandestinidad por diferentes motivos sociales, políticos, económicos, y en aquellos más vulnerables que, con el fin de poder ganarse un pedazo de pan, aceptan vivir y trabajar en condiciones inadmisibles. Esto también se llama «trabajo esclavo».
Pienso en las personas en situación de prostitución, entre las que hay muchos niños, niñas y adolescentes, y en los esclavos y esclavas sexuales, en las mujeres obligadas a casarse, en aquellas que son vendidas con vistas al matrimonio, como lo pude constatar yo mismo en una ciudad de nuestra Patagonia.
Es alarmante el número de femicidios y de violencia de género que acumula cifras escandalosas y que, todavía, creo que no hemos alzado suficientemente la voz de denuncia y de pedido de justicia.
No puedo dejar de pensar en los niños y adultos que son víctimas del tráfico y comercialización para la extracción de órganos, para la mendicidad, para actividades ilegales como la producción o la venta de drogas o el consumo indiscriminado del alcohol. Dios me regaló la oportunidad de vivir desde hace unos años, como les dije, en Villa Itatí, donde está el Hogar de Cristo “Jorge Novak”. Te conmueve escuchar las historias de tantos pibes y pibas rotos por la pandemia permanente de las adicciones. Y allí, a esta altura de mi vida, me enseñaron a “recibir la vida como viene” y “que vos sos importante” ¡y que un abrazo puede sanar heridas y salvar una vida!
En la raíz de la trata se encuentra una mentalidad de que la persona humana pueda ser tratada como un objeto, descartables y excluidos. Ya no se ven como seres humanos con la misma dignidad, como hermanos y hermanas, creados a imagen y semejanza de Dios.
Entre las causas profundas de estas esclavitudes y de la trata de personas el Papa Francisco se refiere en primer lugar “a la pobreza, al subdesarrollo y a la exclusión, especialmente cuando se combinan con la falta de acceso a la educación o con una realidad caracterizada por las escasas, por no decir inexistentes, oportunidades de trabajo.” Por eso insiste en pedir un “salario universal” que nos equipare a todos y a todas.
Con frecuencia las víctimas de la trata y de la esclavitud son personas que han buscado una manera de salir de un estado de pobreza extrema, creyendo a menudo en falsas promesas de trabajo para caer después en manos de redes criminales que trafican con los seres humanos. Estas redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías informáticas para embaucar a jóvenes y niños en todas partes de nuestro país.
Otra causa de esta esclavitud, sigue diciendo Francisco, es la corrupción de quienes están dispuestos a hacer cualquier cosa para enriquecerse.
Todos sabemos que la esclavitud y la trata de personas humanas requieren una complicidad que con mucha frecuencia pasa a través de la corrupción de los intermediarios, de algunos miembros del gobierno, de las fuerzas del orden o de otros agentes estatales, o de diferentes instituciones.
«Esto sucede cuando en el centro del sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la persona humana. En el centro de todo sistema social o económico tiene que estar la persona, imagen de Dios, creada para amar y ser amada. Cuando la persona es desplazada y viene el dios dinero sucede esta trastocación de valores», dice Francisco.
La vida desaparece de la escala de valores. Los cuerpos no valen nada. Muchos priorizan salvar la renta, la economía, antes que la vida de los pobres. Los cuerpos quedaron excluidos, invisibilizados. Ahora aparecen, en esta pandemia, de manera obscena demostrando su miseria, porque mientras los cuerpos de los incluidos están bajo techo, los cuerpos de los pobres están sin techo, sin trabajo, sin un poco de tierra y aparecen exhibidos de manera absoluta en la calle, vivos o muertos.
Por eso hay que volver a poner en valor la vida. El Papa Francisco pide la salvación de los cuerpos. “Nadie se salva solo”, nos dice, y hace un llamado a un compromiso común para derrotar la esclavitud, ya que todo esto tiene lugar bajo una lamentable indiferencia general. Son muchos los que hacen la vista gorda o miran para otro lado.
Pero también son muchos y muchas que hacen un gran trabajo silencioso: congregaciones religiosas, especialmente femeninas, monjas que viven insertas en las Villas, curas villeros, y tantos voluntarios y voluntarias que realizan un generoso servicio de ayuda a las víctimas y a los más pobres, desde hace muchos años. Asistencia, rehabilitación, reinserción, promoción, acompañamiento, son las respuestas evangélicas en favor de estos excluidos.
En este último tiempo se han multiplicado los comedores comunitarios, las agrupaciones solidarias, el compartir generoso de tantas familias. El Señor sabrá recompensar todo lo que hacen por ellas y por ellos. Jesús ha dicho: “Tuve hambre… tuve sed… estaba desnudo… era extranjero… y me ayudaste”. Hoy podría decir: “Estaba abusado, estaba explotado, estaba esclavizado…sin un techo, en un trabajo esclavo… y me escuchaste, me socorriste, y me diste una mano.”
Este incansable y silencioso trabajo que requiere coraje, paciencia y perseverancia, por sí solo no es suficiente para poner fin al flagelo de la explotación de la persona humana. Se requiere también de un gran compromiso a nivel institucional. El Estado debe cuidar la vida, proteger la vida, debe eliminar toda forma de servidumbre o trata y explotación de personas, que no deje espacio a la corrupción y a la impunidad.
Es preciso que se reconozca también el papel insustituible de las mujeres en la sociedad. La mujer es la que tiene la capacidad de escuchar y entender el lenguaje simbólico del pueblo, que muchas veces habla no con palabras sino con gestos y manifestaciones y la que sabe ponerse al hombro todos los dramas que sufrimos.
Hay que seguir luchando para universalizar la fraternidad, no la esclavitud ni la indiferencia. No seamos cómplices de este mal con nuestro silencio o con nuestro no hacer nada. No apartemos los ojos del sufrimiento de estos hermanos y hermanas privados de libertad y dignidad. Tengamos el valor de tocar la carne sufriente de Cristo, que se hace visible a través de sus numerosos rostros de los que Él mismo llama «mis hermanos más pequeños» (Mt 25,40.45). La trata, tráfico y explotación de personas son una llaga en el cuerpo de la humanidad.
Este tiempo de pandemia es tiempo de mirar con los ojos de la Virgen. Una mujer de esperanza. Una mujer que amaba como mujer, que pensaba como mujer, que sufría y se preocupaba por todos como mujer, que estaba abierta al designio de Dios sobre Ella asumiendo las consecuencias de esto.
Cuando una espada le atravesó el corazón, se quedó de pie, junto a la cruz, junto a su Hijo. Creyó contra toda esperanza. Por eso fue elegida y nació para ser Madre. Madre de Dios y Madre nuestra, compañera de camino y discípula de Jesús, cuidadora de nuestras vidas, auxiliadora de la humanidad.
Le pedimos a Ella, hoy, aquí en su casa, que nos enseñe a ser artífices de solidaridad y de fraternidad. Que sepamos dar esperanza y ayudemos a reanudar con ánimo el camino que nos lleve a construir una sociedad sin esclavos ni excluidos.