Senegal, un paraíso para la huida

Fuente: elpais.com/planeta-futuro

Autora: Marta Martín

Djibi se sienta frente a mí en una mesa del café Barbieri, en Lavapiés. Ha dejado a sus amigos al sol en la plaza de Arturo Barea para contarme su historia. “Son mis baye falls, mi gente; ahora, mi familia”. Me explica que si hablase con cualquiera de ellos escucharía relatos muy parecidos al suyo. Se frota las manos. Le pido que escriba en mi cuaderno su nombre completo y traza en inciertas mayúsculas: Djibril Diop, Kayar.

Ese es su nombre. Y esa es su tierra. Kayar, un pueblo en la costa de Senegal, en la región de Thiès. Buscamos en internet imágenes que ayuden a situarlo en el mapa ese lugar y la red nos devuelve una costa idílica salpicada de pequeños barcos de pesca. La web, incluso, invita a visitar la zona con un paquete turístico a un precio muy razonable que incluye una visita al Lago Rosa, al bosque de baobabs y a las aldeas cercanas.

Ese el paraíso del que Djibi huyó. Señala la pantalla sin ocultar una profunda indignación: “¿te das cuenta? Tú puedes viajar a mi país cuando quieras, ir y volver, volver a ir y volver a volver. Yo solo puedo venir a España en cayuco. Arriesgando mi vida y mi libertad”. Así es; para visitar Senegal tan solo necesito mi pasaporte y un visado que puedo sacar incluso por internet. Tan fácil. Tan seguro. Tan occidental.

La pequeña embarcación de la familia de Djibi era una de tantas que recogen las postales. Ese bote daba de comer a sus padres y a sus ocho hermanos aunque cada vez con mayor dificultad. Llegaron los grandes barcos pesqueros europeos y asiáticos que, gracias a una explotación y regulación abusiva de las aguas del África occidental, han llevado a la pesca senegalesa a tener una de las tasas de sobreexplotación más elevadas del mundo. Los cayucos que antes se utilizaban para pescar ya no servían más que para llegar ilegalmente a esos países que les habían despojado de su medio de vida.

A Djibi, como a tantos otros, los 16 años ya le alcanzaron para saber que no habría futuro en Senegal. “En mi país no hay oportunidades, no hay opciones. Solo salir en cayuco con destino al sur de Tenerife. Yo no pensaba en otra cosa, viendo a mi madre trabajar sin descanso preparando el pescado para la salmuera. Yo le llevaba la comida al trabajo, muchas veces también la cena. Quería ayudarla, por eso me fui”.

Así fue cómo, con su hermano pequeño y sin avisar a nadie, se subió un día en una embarcación. Tres jornadas en el océano y de vuelta a casa. El mar no quiso traerle a España, pero su voluntad fue más fuerte que el oleaje y las súplicas de su familia. Y un mes después, volvió a intentarlo con otras 140 personas tan desesperadas como él. Me cuenta la travesía con lágrimas en los ojos, siete días en el mar para un viaje que dura tres. Siete días en los que perdieron los tres GPS que tenían y quedaron a la deriva, en los que se cruzaron con los restos de otros cayucos, de otros cuerpos flotando en el mar con sus sueños de oportunidades y futuros posibles ahogados, a la deriva. Solo llegaron 126. Los otros 14 murieron intentándolo.

Hace una pausa. Observo sus manos mientras se frota los ojos y retoma su historia. Llegó al sur de Tenerife en 2006. Los primeros en acudir fueron la Cruz Roja. Les dieron mantas y comida, les quitaron toda ropa mojada y les proporcionaron chándales y calzado nuevo. En La Esperanza estuvieron tres meses y pasado ese tiempo a los menores, cómo él, los repartieron en casas de acogida. Cuando cumplió los 18, estudió electricidad en Ciudad Real y a partir de ahí, solo.En Senegal, Djibril tenía familia, su casa, su tierra. Pero no un futuro

Le pregunto si el viaje ha valido la pena, pero no tengo más que mirarle para ver que la vida en España tampoco ha sido fácil. Djibi lleva la mitad de su vida aquí. En Senegal tenía familia, su casa, su tierra. Pero no un futuro. Aquí, tres hijas con las que no convive, pero de las que no se quiere alejar.

Me enseña con orgullo una foto en su teléfono, un hombre relativamente joven, elegante en su túnica, con un porte sencillo, pero distinguido: Abdoulaye Gueye Diop, su padre. Murió hace un mes y él no ha podido ir a despedirse, a consolar a la madre que dejó cuando tenía 16 años. Si volviese a su país, tendría que salir de nuevo en cayuco. “Los visados no son para la gente como yo, ni siquiera para enterrar a nuestros muertos”.

Está nervioso, pregunta si lo está haciendo bien. Me agarra el brazo, me mira, me dice: “¿tú qué ves cuando me miras? Si ves un mono, me tratarás como un mono. Si ves una persona, me tratarás como una persona. ¿Qué ves cuando me miras? Aquí, nadie nos ve”. Clava sus ojos oscuros en los míos. En una mano, el calor de la suya, en la otra, la imagen del móvil me devuelve un paraíso de playas azules llenas de niños jugando entre las barcas.

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