Javier Marijuán
Imagen de Jude Tarrant
Recientemente se ha conmemorado el 80 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. Hace siete años tuve la oportunidad de visitar aquel lugar en el que nadie puede evitar estremecerse por el volumen ingente de dolor de los que sufrieron la desgracia de dar con sus huesos tras sus alambres. Seguidamente a uno le asalta el desconcierto que produce comprobar cómo hubo mentes capaces de diseñar un sistema de exterminio con una dinámica industrial. Y cuando se sales de allí te aferras a la esperanza de que la humanidad haya escarmentado y cosas como aquellas no volverán a suceder.
En la celebración llamaron poderosamente la atención dos ausencias. La primera fue la del Presidente de Rusia, país cuyas fuerzas armadas liberaron el campo. La otra fue la del primer ministro israelí, el país de los judíos. Y ambos se quedaron en su casa porque pesa sobre ellos una orden de detención del Tribunal Penal Internacional quien les acusa de Crímenes contra la Humanidad en aplicación de una legislación internacional nacida de la contemplación de horrores como el de Auschwitz.
¿Dónde queda entonces el compromiso de erradicar aquellos horrores?, ¿tan poco hemos avanzado si se siguen produciendo genocidios?. La gran paradoja de aquella conmemoración nos debe servir para dar una vuelta de tuerca a nuestro compromiso.
Aquel horror fue posible por la legión de indiferentes que creían que los discursos de odio que vociferaban los radicales de entonces no iban con ellos. Por ello, guerra a la indiferencia y a las semillas de odio.
El odio se organiza, ocupa instituciones y compra los más potentes altavoces para extender sus mensajes. No se trata de hacer un discurso superficial como el de aquellos que llaman fascista a todo lo que se mueve sino de salir sin descanso a la plaza pública a difundir una cultura solidaria.
Pero en uno de los pabellones del campo de concentración ví como brillaba una luz de esperanza. Era la celda donde murió Maximiliano Kolbe que le recuerda con una vela. Y un altar. En medio de aquel horror sin límites, un animoso franciscano dió la vida por un padre de familia y nos enseñó que ningún Auschwitz puede doblegar la convicción de un Santo.
Un superviviente de un campo de concentración nos enseñó que la vida allí era tan extrema que te hacías santo o te convertías en un criminal.
¿Qué camino tomamos?