Irene Vallejo
Los adultos solían decirte: sé buena. Nutrida por sus fábulas y moralejas, creíste que todas las personas mayores defendían, sin fisuras, la protección al frágil, las palabras amables, la buena voluntad. Tardarías años en percibir las ambigüedades prácticas del ideal bondadoso. Durante tu adolescencia contemplaste cómo tu madre y tu tía suavizaban el naufragio de tus abuelos en la vejez y la enfermedad. En sus ojos cansados adivinaste que por esa lealtad se paga un alto precio: descalabros salariales, sueños aplazados, aislamiento, vivir tensas y ojerosas. Más tarde, en el umbral de la vida adulta, te inculcaron la competición a ultranza, que exige triunfar. La bondad era propia de ingenuos, blandos y débiles en una sociedad que valora ante todo el poder, la dureza, la fuerza arrolladora. La delicadeza nos convierte en víctimas fáciles del abuso, blanco de aprovechados. O, peor aún, nos delata como perdedores que ocultan su falta de ambición bajo un disfraz de sentimientos fraternos. Y así empezaste a dudar si no será malo ser bueno.
Algunos antropólogos plantean una curiosa paradoja: les va mejor a los individuos egoístas por separado, pero en conjunto son más eficaces las sociedades altruistas. La gran pregunta es cómo construir grupos colaboradores allí donde los individualistas conquistan mejores recompensas. Quienes desafían el evangelio de la competencia para cuidar a los suyos, lo hacen callando, casi ajenos a su sigilosa revolución: abuelos a sus nietos, madres a sus madres, sanos a enfermos. Hablamos de la ética de los cuidados, pero falta por construir su épica. Carecemos de historias sobre héroes que cuidan, frente a la manida fábula de los campeones que derrotan y triunfan. Preferimos no fijarnos en las personas exhaustas que atienden a los suyos, porque desvelan nuestra fragilidad común. Nos recuerdan que todos somos dependientes, hasta la médula. Que nadie es una isla. Que no existe la espléndida soledad del individuo, ni del empresario, ni del innovador. En algo se parecen todas las familias, felices y desgraciadas: siempre hay en ellas alguien que necesita ayuda —nacemos vulnerables, enfermamos, envejecemos—. Con frecuencia una misma persona debe cuidar a la vez a sus padres y a sus hijos. Quienes asumen esa doble responsabilidad, con jornadas partidas y cansancio multiplicado, divididos entre la fragilidad de los jóvenes y de los ancianos, descubren lo agotador que es ser la parte fuerte.
Los romanos nos legaron una exhausta figura mítica del cuidado. El vencido Eneas huyó del incendio de Troya para salvar a su viejo padre y a su hijo pequeño. A simple vista, Eneas parecería un perdedor, un fugitivo que abandona el campo de batalla cuando la derrota de su ciudad ya está escrita en trazos de humo y sangre. Pero el desertor nunca es tan leal como en ese preciso instante, cuando, con esfuerzo agónico, carga al anciano sobre sus hombros y acompasa sus zancadas a los pasos inseguros del niño que aferra su mano. Tiznados por el fuego que ha engullido su ciudad, los supervivientes tienen por delante una larga emigración, plagada de nuevas luchas y naufragios. Al final desembarcan en Italia, y Virgilio nos relata que, siglos después, serían los descendientes de Eneas quienes fundarían la ciudad de Roma y dibujarían las sendas del futuro.
Quieren que cabalguemos en busca del éxito a lomos de nuestro gen egoísta, obviando nuestros impulsos solidarios, que también son innatos. Incluso Darwin, al que debemos una cruda imagen de la vida como rivalidad, reconoció que existen instintos de generosidad hacia el prójimo tan poderosos como los del interés propio. Nos dicen que la competencia mueve la sociedad, pero en realidad la sostienen los cuidados. Reservamos la luz de los focos para los líderes triunfantes del deporte, la empresa o la política, ocultando entre sombras a quienes velan y acompañan, en la heroicidad del consuelo. Nunca olvides que los primeros pasos de nuestra civilización fueron los de un hombre a punto de derrumbarse, con un anciano a las espaldas y un niño de la mano.