Israel Gajete Domínguez
De nuevo, he sido objeto de calumnias y de insultos por defender mis ideas.
Hace poco, en un foro de literatura, introdujeron una fotografía en la que se apreciaba una imagen de un grupo de niños en un aula, dos de los cuales, de piel negra, se encontraban apartados. La misma fotografía suscitó una reacción unánime de rechazo al racismo. Es reconfortante pensar que la mayoría de las personas rechazan esta lacra. Sin embargo, me preocupó el hecho de que se criticara una actitud (el racismo) incurriendo en otra igualmente irracional, de la que nace la anterior: El prejuicio. Prejuicio porque una imagen es generalmente insuficiente para juzgar un hecho, se tiene que contextualizar.
Del racismo no me gusta ni la propia palabra, que es errónea y viene arrastrando ese odio tan viejo, ya que sólo existe una raza, la humana, según la antropología que conozco y he estudiado, que habla de “etnias” Una vez aclarado esto, continúo:
Mi hijo es guatemalteco, y en el colegio comía separado del resto por una alergia alimentaria, por seguridad. Si alguien, que no conoce esta realidad, viese una foto de un niño guatemalteco separado del resto, también podría deducir erróneamente que en su colegio discriminan a los guatemaltecos, y desataría las ¿justas? iras de un colectivo. Incurriendo, precisamente, en lo que critican.
Muchos ya me conocen, quise aportar mi visión, es importante recalcarlo, no mi posicionamiento sobre el hecho del racismo, sino sobre el hecho de juzgar una imagen fuera de contexto. Imaginaos lo injusto que hubiera sido para aquella profesora tener que ser despedida porque una horda de padres en defensa de los derechos de los niños guatemaltecos solicitara su cabeza al director.
Fíjense, la crítica al racismo es una actitud loable, pero cuando juzgamos algo como racista sin saber si lo es, se convierte precisamente en una actitud racista, intolerante, discriminatoria y totalmente injusta.
Así, quise apuntar la idea de que, aunque el racismo merece la repulsa inmediata, esa imagen concreta, no se podía juzgar sin contexto. Me documenté, busqué la imagen, leí artículos y a la postre tengo mi propia opinión, que no es necesario aportar. ¿cuántos de los que allí había se documentaron? ¿O, simplemente vieron una foto que “parecía” racista y desataron las iras de sus vísceras?
Fueron esas mismas iras las que cayeron sobre mi persona, faltándome el respeto, cosiéndome la letra escarlata; sentí como una turba con antorchas me llamaba racista, poco menos que nazi, ¡en un foro de literatura donde se presupone un mínimo de comprensión lectora! Incurriendo en esas mismas actitudes de ignorancia y de odio que provocan el mal llamado racismo, sin querer comprender los motivos que me llevaron a exponer esa idea, que no son otros que tratar de alertar de lo peligroso que resulta dar por sentado sin poner en tela de juicio, sin una reflexión o análisis previo. Ni siquiera juzgaba la imagen en sí (sólo apunté posibilidades sin dar por sentado nada).
El tono denigrante de sus comentarios fue elevándose a medida que yo intentaba matizar y explicar algo que, aún ahora, creo que expuse de forma clara. Recibí acuciantes lecciones de tolerancia, dedicados manifiestos anti-racistas que agradezco y que apoyo, pero creo fuera de lugar. Al son de la cabalgata de las Valkirias despotricaron los literatos con sus plumas cargadas de tinta contra aquel desconocido impertinente. Y racista, por supuesto.
Una cosa quedó clara, no se puede combatir el racismo desde la intolerancia y el insulto, porque queda desdibujada la intención. ¡Qué fácil es teclear proclamas y defender a los otros desde nuestro sofá, a la vez que se insulta, se agrede y se ofende! Me pregunto si es una proclama legítima, la que enaltece a uno y carga sobre otro injustamente.
Creo que esta deriva en el mundo de las redes es muy habitual. Nos erigimos como defensores de los que padecen injusticias, aunque no nos importa quién inflige la injusticia. Ni siquiera la injusticia. Lo que nos importa es tener razón, sin escuchar a los demás. Es que nuestra voz destaque por encima de las otras.
En el fondo, lo que nos importa, parece, es hacer ruido e insultar a los demás, a los que hemos elegido, justamente o no, como verdugos. Blanqueamiento de conciencia hipermoderno, caza de brujas, muchas veces, sin sentido.
Puedo afirmar categóricamente que no existe en las redes la libertad de expresión (y si me apuran, en el foro público y físico tampoco, aunque cara a cara suele haber más respeto). Siempre se encuentra un reducto de gentes dispuestas a acallar una voz que difiera a base de insultos, calumnias y agresiones verbales de toda forma y color. Y sí, te podrás expresar, pero tu expresión quedará mellada, será mutilada, cercenada, arrojada a las fauces de los “librepensantes”. Y serás juzgado y condenado sin criterio y sin piedad.
En el desmedido afán porque no solo la voz, sino también nuestra persona, se alce por encima de los demás, se encuentra la parte más oscura de la persona humana, capaz de cincelar “La Pietà” o componer el “Adagio de Albinoni”, pero también de construir campos de concentración o asesinar a un hombre desarmado con la rodilla en su cuello.
Da que pensar.