Ana Sánchez
Senderos de gloria no es la única película en la que Stanley Kubrick trata el tema de la guerra, aunque sí una de las más emblemáticas y siempre bajo un sentido antibelicista, poniendo en tela de juicio quién es el verdadero enemigo: el enemigo no es simplemente el adversario, el ejército contra el que se combate, sino que más bien el adversario es la guerra en sí misma. Desde aquí el director hace que los espectadores nos planteemos las consecuencias que conllevan todas las guerras: sociales, humanas y éticas, además de las pérdidas materiales y humanas que siempre acarrea este negocio de muerte y destrucción.
La historia está basada en un caso que tuvo lugar en la Primera Guerra Mundial, cuando se sentenció la ejecución ejemplarizante de varios soldados de un batallón, bajo una acusación de cobardía, como un acto que sirviera de lección para el resto de la tropa, simples peones de esta estructura militar.
La defensa, en un consejo de guerra sumarísimo, la llevará a cabo el coronel Dax, interpretado por Kirk Douglas, que es precisamente el oficial que se encuentra al mando de esta tropa. La condena se fundamenta en la retirada de los soldados en un ataque que conllevaba, no sólo una previsible derrota sino también la prevista muerte en masa de los soldados que realizaban el ataque.
Tanto la batalla como el juicio se presentan como causas perdidas mucho antes de empezar, un reflejo tanto del absurdo y el horror de la guerra como de la lógica implacable de la disciplina y la jerarquía militares: la vida de los soldados está sujeta a consideraciones ajenas al propio campo de batalla. Los oficiales tienen la potestad de decidir sobre la vida y la muerte de los soldados en un tablero de juego en el que no son considerados como personas.
La acción alterna entre dos escenarios completamente contrapuestos: las míseras trincheras, plagadas de muerte y destrucción, en las que los soldados intentan no morir y los grandes y majestuosos salones en que el mando mayor planifica y celebra, incluso donde tiene lugar el juicio, en medio de una suntuosidad y despersonalización ajenas a la vida de los acusados.
El propio director declaraba que ésta es una película que habla fundamentalmente de sentimientos y lo hace removiendo conciencias y mostrando una verdad de la guerra, la que supone la utilización de muchos por parte de unos pocos para conseguir sus intereses. Una película bélica en la que, realmente, nunca se ve al enemigo al que se enfrentan las tropas; tampoco es necesario para retratar el horror del combate y este ejército enemigo no deja de ser también una tropa de las mismas características que la protagonista: peones en el juego de la guerra.
Tras el, quizá, previsible final, se abre un espacio a la esperanza, un atisbo de humanidad en el que se muestra claramente que todas las personas son iguales, pertenezcan al bando bélico al que pertenezcan. También en el dolor hay unidad y comprensión.