Hilda Cantarín
Vivimos estos días pendientes del desastre medioambiental que se está produciendo en el Mar Menor. No es algo nuevo y no es el único caso; también en otros lugares de nuestra geografía, como en la Albufera de Valencia, la contaminación y degradación de estos ecosistemas es creciente. Dicen los biólogos que está provocada, sobre todo, por la agricultura intensiva que requiere de gran cantidad de fertilizantes y de productos fitosanitarios. Todas estas sustancias ocasionan la presencia de un exceso de nutrientes y de productos químicos en el agua que lo envenenan y matan la vida.
La paradoja es que una gran parte de lo que se produce con tanto esfuerzo y con tales consecuencias ambientales terminará en la basura. En España se tira un tercio de los alimentos,tanto por los productores, como por los comerciantes, por los restaurantes, los comedores y también en los hogares. Lo vemos cotidianamente. Parece que todo nos sobra… y sin embargo son millones las personas que siguen sufriendo por hambre. Vivimos como si fuéramos los únicos y los últimos habitantes del planeta.
El despilfarro sucede también a nivel global. Es el mismo fenómeno: intensificación de la agricultura y desperdicio de lo producido. Las consecuencias socioambientales son gravísimas. Este sistema agroalimentario es extenuante para los recursos como el suelo, el agua o la energía; contamina, provoca la disminución de bosques y la pérdida de biodiversidad. Otra de las consecuencias del negocio alimentario es la explotación del trabajo, muchas veces precario, de millones de pequeños cultivadores a los que no se paga justamente sus producciones y el empobrecimiento de los agricultores que se ven obligados a emigrar.
Nos han hecho creer que la satisfacción de las necesidades nutricionales de la humanidad asa por crear macrogranjas o producir tres cosechas al año a base de fertilizantes y de plaguicidas. Pero si nos preguntamos quién alimenta realmente el mundo, lejos de lo que parece, no son este tipo de explotaciones, sino que, como afirma la FAO, hoy el 80% de la comida que sí llega a la boca de los consumidores viene de la agricultura familiar (mucho más amigable con el medioambiente) y del pequeño agricultor.
Un anuncio de una conocida cadena de distribución tiene por lema “lo que vale mucho, cuesta muy poco”. Es una frase muy sugerente y que desvela, si nos fijamos, lo que sucede con la comida. El alimento es la base de la vida, es el milagro que nos hace subsistir día a día, fruto de la tierra y del trabajo y sin embargo convertido en mera mercancía cuyos bajos precios esconden que realmente se está externalizando una parte del coste de producirlos. La sociedad acaba pagando estos costes ocultos en forma de gasto sanitario, zoonosis, cambio climático, desempleo, precariedad, despoblación y hambre. Que el Mar Menor se convierta en mar muerto es una de las externalidades del sistema alimentario pensado como puro negocio, que necesita producir de un modo desaforado para luego desechar en el vertedero una gran parte.
Urge hoy escuchar la llamada a la conversión ecológica. La voz de la Iglesia, a través de la Laudato si, nos ayuda a ser más conscientes de la vocación que como cristianos tenemos de transformar la lógica del negocio y la explotación del trabajo y los recursos, por la lógica de la fraternidad y la colaboración por la existencia.
Afortunadamente encontramos ese deseo de cambio de mentalidad y de vida también en muchos otros lugares de la sociedad. Hay una creciente sensibilidad. Sería bueno dedicar tiempo a conocer las experiencias de los grupos y personas que quieren luchar contra el hambre, la explotación y el despilfarro… son pequeñas luces que nos animan y nos inspiran y nos muestran que es posible desde lo pequeño transformar el mundo. Particularmente interesantes las iniciativas contra el despilfarro en comedores escolares y las iniciativas legales como la que ha dado lugar a la ley catalana contra el despilfarro y la embrionaria ley estatal que está actualmente en fase de consulta pública.