Homilía del arzobispo de Valladolid, Mons. Luis Argüello, el 8 de Septiembre, día de la Virgen de San Lorenzo, patrona de la ciudad de Valladolid.
Hermanos y amigos, pueblo santo de Dios que expresáis en el templo y en la calle la devoción a la madre del Señor, ¡felices fiestas! Real y venerable Hermandad de Nuestra Señora de San Lorenzo; queridos presbíteros concelebrantes, cura párroco de San Lorenzo, deán de la Catedral.
Saludo con reconocimiento y afecto al Señor Alcalde y los miembros de la corporación municipal y a las diversas autoridades y servidores públicos de todo tipo que participáis en esta celebración y de una manera especial a la Policía Municipal, que tiene a la Virgen de San Lorenzo como patrona. Algunos de los policías son “caballeros” de la Virgen, y realizan con exquisito cuidado su bajada, como una parábola del empeño que ponen en el cuidado de la ciudad y de sus habitantes.
Acabamos de procesionar esta imagen de la Virgen, que haciendo gala de la humildad propia de María de Nazaret tiene el título del lugar donde reside, parroquia de San Lorenzo, Virgen de San Lorenzo patrona de Valladolid.
Miramos a María en un día, 8 de septiembre, en el que la iglesia celebra la natividad de la Virgen. Es una fecha ligada al 8 de diciembre, Inmaculada Concepción. Nueve meses después, tiempo habitual de un embarazo, celebramos el nacimiento de María. Somos fieles a los 9 meses.
Pero, en realidad, el acontecimiento que celebramos forma parte de un plan de largo alcance. Se unen así en nuestra fiesta dos maneras de enfrentarnos al tiempo. Una inmediata y concreta, medida por relojes y calendarios –9 meses– ; otra que desborda la anchura del tiempo y lo sitúa en el plan de Dios, que se gesta en la eternidad, se desarrolla en la historia y alcanza su plenitud de nuevo en la vida eterna.
El tiempo de Dios sabe de plazos largos, anchos y profundos. Él entra en la historia y nos propone vivir un intercambio. Nos ofrece la posibilidad de mirar el tiempo en el largo plazo. ¡Cuánto necesitamos hoy, en esta época de cambios acelerados, tener una perspectiva de largo plazo; pensar en las generaciones que nos sucederán y ponernos de acuerdo en decisiones importantes que marcarán el devenir del futuro!
El tiempo es también ancho, por eso, a veces, hemos de caminar un poco más despacio para que podamos avanzar todos. La anchura del tiempo pide espera y paciencia, acogida y cuidado de aquellos con los que compartimos la peregrinación. Sí, porque el tiempo es profundo y tiene un significado, en realidad se trata de un viaje que está marcado por la esperanza de llegar a la meta. El origen del viaje, el don de la vida recibida, y el fin del viaje, el don de la vida que nos acoge, marcan el significado del tiempo.
Hoy, 8 de septiembre, día de la Virgen de San Lorenzo, celebramos un nacimiento, el alumbramiento de una nueva vida que ha ido gestándose durante nueve meses como un ser vivo distinto de su madre, Santa Ana, y con el asombro de su padre, Joaquín. Es, por tanto, un buen día para agradecer el don de la vida y para renovar un compromiso en favor de la vida. Este verano he leído un informe de un economista tratando de explicar el porqué del crecimiento vegetativo negativo desde criterios puramente técnicos. Argumentaba que la sociedad postcapitalista no necesita que un nuevo bebé traiga un pan bajo el brazo, pues cada vez podremos producir más y mejor con menos población. Tampoco, sigue argumentando, necesitamos más población para promover un consumo de calidad, sostenible por razones ecológicas y culturales para una lectura posthumana de la Agenda 2030.
Las cosas no deben de estar tan claras pues también ha sido noticia este verano que en China, preocupados por el envejecimiento de la población, han propuesto nuevas políticas preferenciales de acceso a la vivienda, mayor flexibilidad laboral o ayudas fiscales y a la educación con el objetivo de “crear un entorno favorable al matrimonio y la fertilidad”. También quieren los chinos –que no son Padres de la Iglesia– revertir el recurso al aborto como método anticonceptivo que se generalizó en la época en la que la República Popular imponía la política del hijo único. Entre nosotros también es noticia la reducción drástica de la natalidad en las últimas décadas.
Es indudable que hacen falta políticas en favor de las familias gestantes, pero seguramente no sea suficiente. Quizás precisamos, queridos amigos, una verdadera revolución cultural que haga retroceder el individualismo, que ayude a encontrar sentido al sacrificio y a la alegría de alumbrar una nueva vida, que revalorice la importancia y significado para el bien propio y el común de ser madre y padre, que ayude a descubrir la alegría de trasmitir y cuidar la vida. A esta revolución cultural los cristianos la llamamos conversión y Evangelio. En realidad uno piensa que la razón más profunda que podría cerrar la puerta a la vida es la falta de esperanza, de esperanza honda, radical. Esperanza en la vida eterna.
El nacimiento de María, pensado y preparado en el tiempo largo, ancho y profundo de Dios, se sitúa en el horizonte de otro nacimiento, el del Hijo de Dios, del que María habrá de ser madre. Pero todo este plan, que divide la historia en un antes y un después, va a depender de que la mujer elegida le acepte, es decir diga sí, “hágase en mí” el plan de Dios. Dios quiere contar con nosotros y ha puesto en nuestras manos el misterio de su voluntad. Quiere que vivamos como hijos y hermanos, que cuidemos la tierra como hogar común de esta familia. No quiere nuestra colaboración en “modo mecánico”, nos ha hecho libres, con la posibilidad de decir sí o no a su plan o de vivir indiferentes al mismo. María dijo: “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, al tiempo que su corazón se ensanchaba de alegría.
Un filósofo del comienzo del tiempo moderno dijo “pienso, luego existo”; hoy parece triunfar otro criterio de autoafirmación, “siento, luego vivo”, pero en realidad la razón que descifra el significado de nuestra existencia es que hemos sido llamados. Llamados por amor a la vida y al amor. Responder a esta llamada, es el tesoro escondido de nuestra vida. Tanto en la vida eclesial como en la ciudadana hemos de estar dispuestos a responder a las llamadas que de forma tan diversa se nos hacen por vecinos y acontecimientos, a través de palabras y hechos que nos invitan a salir de nosotros mismos y propiciar caminos de encuentro, a colaborar en el bien común, a acompañarnos y cuidarnos. También a comunicar alegría y esperanza en medio de las vicisitudes cotidianas.
El nuevo curso pastoral que comenzamos en estos días es una ocasión renovada para entrar en el tiempo largo, ancho y profundo de Dios, pisando en el hoy y aquí de nuestra vida eclesial y social. Os animo, amigos, a responder a la llamada y ser, por tanto, respuesta. Responsables de la comunión y misión de la Iglesia y del bien común.
Agradezco las llamadas y respuestas recibidas en estos días primeros de ministerio episcopal en la Archidiócesis. Permitidme que concrete este agradecimiento en tantos saludos intercambiados en las calles y templos, también en los despachos del Sr. Alcalde y Sr. Presidente de la Diputación Provincial.
De manera especial agradezco la respuesta afirmativa de D. Jesús Fernández Lubiano, párroco de la Sagrada Familia y San Ildefonso, que ha aceptado mi llamada a ser Vicario General de la Diócesis. Es natural de Pesquera de Duero, que hoy celebra también sus fiestas en honor de Nuestra Señora de Rubialejos. Hermanos, contamos con la gracia de Dios y la tierna intercesión de nuestra madre a quien nosotros llamamos Virgen de San Lorenzo, para responder y caminar hasta que Él vuelva. Amén