Fuente: Dejusticia
Autor: Juan David Cabrera
“Cuando allí llegaban esos negreros, africanos en cadenas
besaban mi tierra, esclavitud perpetua”
Álvaro José Arroyo
Según el Programa Mundial de Alimentos, en el planeta hay 795 millones de personas con hambre. En Colombia, la proporción de desnutrición crónica infantil es del 10%. Solo en Bogotá, 40.548 niños sufren de desnutrición crónica. Son demasiados niños con hambre. Es la violencia estructural en acción.
Recientemente leí el libro “La ilusión de la justicia transicional”, escrito por el antropólogo colombiano Alejandro Castillejo. El argumento del autor gira en torno a los dos significados del término ilusión: por un lado, el que denota esperanza, un mejor futuro, algo bueno por venir, y por el otro el que indica que estamos ante una falsedad o un engaño, como cuando vemos una ilusión en un espectáculo de magia. Así, si bien la justicia transicional implica una ruptura frente a determinadas formas de violencia, también implica la continuidad de otras, en particular, de la llamada violencia estructural.
La violencia estructural, se refiere a situaciones en las que se producen daños a necesidades humanas básicas como la supervivencia, la libertad, el bienestar o la identidad, en las que generalmente hay un grupo privilegiado y otro vulnerado, normalmente caracterizados en términos de clase, raza o género. Visibilizar esta violencia estructural, es crucial para comprender fenómenos de violencia directa que se dan cuando el grupo privilegiado busca reforzar su posición, o cuando el grupo vulnerado busca subvertirla.
Así, hechos lamentables como el asesinato de 326 líderes sociales que desde enero de 2016 se han registrado en Colombia, o los 465 homicidios de personas LGBT que entre 2013 y enero de 2018 se han contado en nuestro país, podrían ser caracterizados como formas de violencia directas, derivadas de la violencia estructural. A los líderes sociales los asesinaban por exigir condiciones de vida mejores, o por pedir saber la verdad en casos de restitución de tierras, mientras que a las personas LGBT, las asesinaban por su mera identidad, por pertenecer a una comunidad cuya orientación sexual históricamente ha sido discriminada.
La violencia estructural no solo se puede apreciar al interior de los países, sino también a nivel global. Por citar un ejemplo, el capitalismo en su versión actual neoliberal, la cual surge en los setentas-ochentas, ha implicado un serio aumento de las desigualdades entre países. En efecto, la brecha del ingreso promedio comparado entre Estados Unidos y Latinoamérica, África subsahariana y el sur de Asia, se ha triplicado entre 1960 y 2000, según datos de The Guardian. Esto sin contar con el nefasto hecho de que más de 3 mil millones de personas viven con menos de $5,5 dólares al día, según datos del Banco Mundial, la mayoría residentes en países del “tercer mundo”.
Retomando el argumento de Castillejo, en nuestro país el proceso de paz con las FARC en efecto ha demostrado una incuestionable disminución en los homicidios, pues al inicio de los diálogos, el enfrentamiento dejaba en promedio 3.000 muertos al año entre civiles y combatientes, mientras que en 2017 la cifra se redujo a 74, según la Unidad para las Víctimas. Sin embargo, no es menos cierto que en lo que se refiere a la violencia estructural hay mucho por hacer.
No está de más recordar que 13 millones de personas viven por debajo de la línea de pobreza, en un país que es considerado el cuarto más desigual del mundo. Ni que decir del hecho de que la tasa de mortalidad infantil sea del doble en la población afrocolombiana, respecto de la no afrocolombiana.
Para el que vive en condiciones infrahumanas la violencia estructural es un problema de vida o muerte. Para el que solo puede comer una comida al día, el mundo en el que vivimos no resulta compatible con el derecho a una vida digna. Sueño con un mundo en el que el fin de la violencia estructural no sea una ilusión.