Fuente: vozpopuli.com
Doctor en Historia por la Universidad de Sevilla, profesor, escritor y poeta, Antonio Orihuela es natural de Moguer (Huelva), donde coordina desde 1999 los encuentros Voces del Extremo, de la Fundación Juan Ramón Jiménez, foro de militancia cultural de “poesía crítica”. Ha publicado más de setenta libros, cinco de ellos durante la pandemia, además de participar en varios colectivos de izquierda. Su discurso crítico libertario le convierten en referencia en momentos de pensamientos homogeneizados.
Pregunta: En Ruido blanco , que publicaste en 2018, citas a Santo Domingo de Guzmán para determinar qué libros son buenos y malos: “recomienda no leerlos, porque eso llevaría consigo el gasto de un tiempo innecesario, sino someterlos al juicio del fuego. Arrojados al fuego los libros heréticos y los libros católicos juntos, se comprobará que solo arden los primeros».
Respuesta: Debemos esforzarnos en ir más allá de las palabras, saltar por encima de las identidades forjadas por la violencia y la cultura; reconocernos, finalmente, como solo humanos que necesitan parar, que necesitan tiempo no ya para hacer sus compras sino para hacer la democracia que nos debemos, la ética que nos tendremos que exigir y los sacrificios que los tiempos futuros nos demandarán. Es urgente parar el capitalismo si no queremos que, finalmente, nos aboque al abismo; sobran libros de autoayuda, faltan prácticas colectivas.
P: Es más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo, que parece ser el único con capacidad de acabar consigo mismo.
R: En efecto, como decía Frederic Jameson, nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, de hecho, se siguen haciendo miles de películas sobre el fin del mundo, en todas sobrevive el capitalismo. Nuestra fantasía no da para más, es incapaz de imaginar por fuera de él, y, sin embargo, el fin del capitalismo se acerca a la misma velocidad que se agotan los recursos fósiles, a medida que nos acercamos hacia esa solución final, el proceso autodestructivo no hace sino acelerarse cada vez más. Tenemos delante el precipicio sí, pero lo único que se nos ocurre es pisar a fondo el acelerador.
P: El mundo del trabajo reducido a consumidores y emprendedores.
R: El proletariado tenía mucho de estado psíquico, de autoconstrucción comunitaria, de percepción colectiva de la realidad, de proyección sobre un futuro distinto… Todo eso fue corroído por los pequeños logros del Estado de Bienestar, el acceso a las mercancías y la propiedad privada. La ideología neoliberal y la sociedad del espectáculo terminaron por dinamitarlo. Seguimos siendo pobres, pero nos gusta llamarnos clase media y mirar a los que aún son más pobres que nosotros por encima de la alambrada. Las causas que le dieron forma siguen ahí, pero hoy habría que reconstruirlo desde otro lugar, desde otras prácticas. El orden social actual no es inevitable…
El capitalismo desplegó sus tecnologías de la incomunicación al punto de que no creo que en ningún otro tiempo la vida colectiva se haya encogido tanto
P: ¿Y?
R: Nos toca actuar, siquiera por desesperación ante el colapso civilizatorio, nos va en ello nuestra continuidad en el planeta. La lucha por alcanzar el mundo que queremos tiene que darse en otros términos, bajo formas casi inéditas. Generar espacios sociales en donde pueda crecer este discurso de la resistencia, la disidencia y la autoafirmación. Lugares donde se pueda crear cultura autónoma, donde experimentar rituales, preparar fiestas, inventar nuevos lenguajes, cantar, soñar, disfrazarnos, jugar, contar historias, discutir planes y trabajar en común.
P: Militancia reducida al ciberactivismo, con gobiernos supeditados a Amazon, Google, Facebook…
R: El capitalismo desplegó sus tecnologías de la incomunicación al punto de que no creo que en ningún tiempo de nuestra historia en el planeta, la vida colectiva se haya encogido tanto como en los últimos veinte años. La pobreza de la experiencia vital se ha vuelto crónica, militancia reducida al ciberactivismo. Las redes sociales constituyen el último aliciente desmovilizador que nos vende la lógica del sistema. No deja de ser curioso que estos oligopolios de lo virtual, punta de lanza de un nuevo empresariado caracterizado por sus rasgos autoritarios, jerárquicos, antisindicales, alérgicos a pagar impuestos, especializados en la explotación laboral y la destrucción medioambiental, sean aceptados acríticamente y que apenas ocupen espacio en las agendas críticas.
P: ¿Cómo ves la situación de la izquierda?
R: Asistimos al fin de la izquierda política y de la democracia social, la consumación de la civilización humanista e ilustrada que quería construir un mundo de progreso, de garantías sociales y derechos políticos conquistados a lo largo de un siglo de luchas obreras y democráticas. La politización tradicional ha dejado de funcionar, no parece que volvamos a avizorar ningún ciclo de luchas sostenido sobre la dualidad capital/trabajo, izquierda/derecha y obreros/empresarios. La conflictividad tiene hoy un alto componente defensivo o identitario.
P: ¿La izquierda está sumida en una nueva moralidad?
R: Todo ha sido desactivado por un hipercapitalismo desregulador que corroe las bases mismas de la civilización que un día le dio a luz, que destruye la comunidad y reduce la individualidad a un signo sin persona. Pareciera como si no hubiera alternativa al capitalismo globalizador, que un abismo se hubiera abierto entre el sujeto y la colectividad y los problemas de uno y de todos nada tuvieran que decirse, no fueran vasos comunicantes de una misma impotencia, una misma afección, un mismo malestar que es vital y que es social a un tiempo. Ante la pobreza de la experiencia vital, el capitalismo despliega sus tecnologías de la incomunicación o reduce la militancia a un ciberactivismo que, desde Facebook u otras redes sociales, constituyen el último aliciente desmovilizador que nos vende la lógica del sistema. Malos tiempos, empezar a reconocerlos también sería garantía de poder cambiarlos.
P: Respuestas sin calado…
R: La objetividad se ha vuelto irrelevante en el periodismo posmoderno. Hoy no significa nada en el debate público. Los mensajes de los políticos y los líderes de audiencia están plagados de falsedades, no importa, lo importante es que no dañen la autoestima, las creencias y los intereses de sus seguidores; de ahí que no importa tanto la verdad como la emotividad.
P: Con parches, bonos, ayudas… sin ir al fondo, sin políticas transformadoras reales.
R: Una acción artística para las próximas elecciones sería ir a votar a los bancos, no a los colegios electorales, porque son los bancos los que hacen la política, no los partidos, elijamos el banco que más nos guste o que crea que lo pueda hacer mejor.
P: ¿También existe violencia cultural de las élites?
R: La relación entre cultura y economía, el maridaje entre los que fabrican la realidad y los que controlan su producción, entre quienes ejercen el poder y quienes proporcionan ilusiones, entre quienes generan imágenes y quienes las reproducen industrialmente está en la base de la violencia cultural de las élites. Más allá de las económicas, hay muchas maneras de decirles a los obreros que ellos no deben hacer cine, a los jornaleros que no deben escribir poemas o hacer cómics, y a todos los que están embarcados en algún proyecto transformador, experimental y vivo, que desistan, que abandonen, que para eso ya están los cachorros más díscolos de las élites económicas y políticas, encargados de producir y reproducir la parálisis que se vive en el mundo de la cultura desde su mediocridad autocomplaciente.
P: ¿En qué consiste la modernidad española?
R: La cultura de la democracia es, desde los ochenta, la cultura del PSOE, no hemos tenido otra, la democracia nunca rompió con la cultura del franquismo, rompió con la contracultura de la Transición, de ahí que, en lo fundamental, el PP haya sido siempre un partido huérfano de políticas culturales. Las que podía haber desarrollado, le habían sido expropiadas por la esquizoide izquierda progresista.
P: Ocultar la realidad, ofreciendo una cultura-escaparate que vertebra una cohesión social inexistente.
R: El arte contemporáneo es el fútbol de los ricos, dice Santiago Sierra, y por tanto, el mercado del arte son las quinielas de los ricos. Por mucho que a los pobres les pudieran gustar las grandes obras del arte contemporáneo, y aunque se las regalaran, lo tendrían muy difícil para meter en sus casas una escultura de Donald Judd, Sol LeWitt o Robert Morris; o un cuadro de Clyfford Still, Mark Rothko o Barnett Newman. No les quita el sueño el pequeño detalle de que la mayor parte del arte contemporáneo sea mucho más grande que sus propias casas. Si algo les quita el sueño no es el arte contemporáneo, sino el arte de las relaciones laborales, el de pagar la hipoteca a fin de mes. Resulta incomprensible que si el arte contemporáneo no tiene nada que decir a los trabajadores, las instituciones públicas lo sigan apoyando con dinero de los trabajadores.
P: Dejar la cultura en manos del Estado, vía subvenciones, contratos… ¿la ha devaluado más poniéndola al servicio de gobiernos e industrias?
R: La contracultura fue acosada y demonizada desde todas las instancias con gran cobertura mediática, sus integrantes presentados como pasotas, drogadictos o antisociales. En los ochenta, la heroína y el sida vendrán a completar el estigma de su justificada marginación. La ciudad letrada le dará la espalda con la excusa de la falta de calidad de sus creaciones, como si el canon no fuera otra construcción más del poder. No mucho mejor le irá a la música, el cómic, el cine o los documentales contraculturales, aunque ninguno como ellos captura la verdad de su tiempo; el mismo que otros querían maquillar a base de diseño, fiestas, movida y dinero, mucho dinero público para todo producto cultural que cumpliera con los requisitos del antirrealismo, la despolitización y el individualismo.
P: Los únicos que parecen plantar cara son reguetoneros, poligoneras, la cultura barrial… que se ignora, oculta, desprestigia.
R: Ni siquiera ellos, o tal vez por eso también están ahí, son promocionados y mercantilizados. Lo único seguro que vas a encontrar en todas esas subculturas es que el capital te va a vender lo que quieras comprar.
P: Naciste en Moguer, vives en Mérida… ¿se está produciendo en la España en la que nunca pasa nada lo más interesante culturalmente?
R: Siempre fue así, en cuanto dejas de ver la televisión local de Madrid y observas la periferia, es lo que encuentras, pero esto no es fácil, nuestro Estado y las industrias culturales que sostiene, sigue siendo centralista, nacionalista e intervencionista.
P: Convivien descentralización, élites locales, incremento de privilegios…
R: La cocina de MasterChef, con receta única, la que aseguraba su legitimidad y su reproducción una vez muerto el dictador. Las élites, unas bien asentadas, otras en proceso de formación y con distintos ritmos de cocción, pusieron, según qué sitios, unos kilos de emotividad sobre una capa de agregados culturales y relacionales (etnia, costumbres, idioma, historia sagrada, símbolos y mitos fundacionales), hábilmente seleccionados y horneados por grupos de presión y obtuvieron la idílica comunidad homogénea de intereses solidarios, cerrada a la diferencia, el mestizaje y la disidencia interna, que solo puede dar lugar a un sujeto etnocentrista, xenófobo y alterofóbico. Instrumentalizaron el victimismo político y los autoconsiderados agravios comparativos en beneficio del incremento de las transferencias de poder, autoinventado, de paso, al enemigo exterior culpable de todos los males, sufrimientos y peligros que afectan a la comunidad imaginada y al traidor interior que cuestiona o rechaza la concepción etnocéntrica y el espíritu de campanario de la mitografía enaltecedora de estos sentimientos comunitarios. Hecho el pastel se lo repartieron y, sobre todo, se aseguraron de que llevara incorporado una masa que jamás se movilizará por el incremento de sus salarios o la privatización de la sanidad, pero sí por una cuota del 25% ante su idioma en peligro o la exclusividad de un cante. Sí, los nacionalismos son el colchón Flex de las élites, pueden dormir tranquilas.
P: ¿Cinismo es plantear una cultura de paz cuando somos uno de los países que más armas vende?
R: Gastamos ocho veces más en armas que en educación. Como cultura de paz, no está mal. Injusticia social, guerras de agresión, limpiezas étnicas, genocidios, estados policiales ultrarrepresivos, crisis cíclicas… ponen en evidencia que nuestra salud mental como sociedad se sitúa hoy en sus peores cotas; y estas circunstancias son las que pavimentan el camino hacia el gobierno final de los psicópatas integrales, los encantadores de serpientes, los líderes carismáticos que serán voluntariamente aceptados y alegremente acogidos por una ciudadanía degradada e inerme, que se arrojará en brazos de los que dicen tener la solución a todos sus problemas.
P: Para ir acabando algo muy relacionado contigo: ¿habría que recuperar el “trabajo gustoso” de Juan Ramón Jiménez? ¿La organización colectiva de William Morris?
R: Ambos hablaron claro, hoy los llamaríamos decrecentistas, pero hablaron hace más de un siglo de la necesaria vuelta a la simplicidad, de salir del capitalismo. A Juan Ramón Jiménez le pasa que se le ha leído poco y mal; pero en España fue de los primeros que apuntó que el verdadero potencial de cualquier sociedad sostenible del futuro, residiría en la capacidad para generar un nuevo mundo de trabajo creativo y colectivo, organizado por los productores asociados, limitado a satisfacer las necesidades primarias de los seres humanos.
P: ¿Qué cabe hacer en esta situación?
R: Dejar de vivir bajo la tiranía de lo económico, dejar de sentirse culpables por no encontrar dónde nos exploten, entregarse a vivir, alejarse de la muerte que nos ronda en la oficina, la fábrica y la televisión. Intentar vivir en los márgenes, tratar de escapar a la violencia que entraña todo trabajo asalariado. Quienes lo consigan dispondrán de una extraña e inédita propiedad antes desconocida, habrán ganado su propia vida en medio de un mundo vaciado de sentido. Libertad como flama, como vida flamenca, es decir, encendida. La vida libremente dedicada a una actividad elegida, desinteresada en términos de beneficio y prestigio social, electrizante, absorta, sin horarios, tal y como sobrevive hoy en el arte, en la escritura, en la investigación. Una actividad que deja mucho tiempo libre para la cooperación, el acontecimiento, la complicidad, la ternura, el placer y la alegría. Una actividad que produjera, finalmente, el pueblo que falta.