Rodrigo Lastra
Este año 2021 coinciden aniversarios de grandes acontecimientos “comunales” de la historia: a los 500 años de la Revolución de los Comuneros de Castilla que conmemoramos hace unos días (1521, quizá la primera revolución moderna) se suman los 150 años de otra revolución comunera, la Comuna de París (1871, quizá la primera revolución proletaria contemporánea). Es significativo que la memoria de estos acontecimientos en nuestra sociedad occidental, tan deudora de aquellos que fueron pioneros de los caminos por los que hoy todavía transitamos, haya pasado casi inadvertida en muchos de sus aspectos.
Hasta la implantación del 1º de Mayo a finales del siglo XIX, el día de conmemoración de todo el movimiento obrero era el 18 de marzo, la jornada en la que estalló la Comuna de París. El color rojo de las banderas de las muy diversas organizaciones de clase que inunda las calles de medio mundo cada primero de Mayo (este año mucho menos debido a la pandemia) es herencia de aquella Comuna de París. Es de reseñar también que hasta que se consolidó esa fecha se produjo un debate entre la propuesta francesa y la norteamericana en torno a qué día celebrar la jornada: mientras los americanos proponían el primero de mayo, los franceses abogaban por el diez de febrero, a lo que se sumaban también otras diferencias, como que mientras los primeros presentaban sus propuestas reivindicativas a los patronos, los segundos las presentaban a los poderes públicos.
El ambiente revolucionario francés decimonónico tuvo gran influencia en todos los movimientos revolucionarios europeos. Aunque la revolución francesa más conocida es la que comenzó con la toma de la Bastilla a finales del siglo XVIII, resulta más apropiado hablar de las Revoluciones Francesas, pues, desde aquella primera de 1789, durante todo el siglo XIX Francia será el epicentro de una agitación revolucionaria que centrifugamente repercutirá en el resto de Europa. Hasta bien entrado el siglo XX la marsellesa era la canción que se repetía en todos los conatos revolucionarios que se producían.
El siglo de las revoluciones
Los miserables de Víctor Hugo es una de aquellas obras inmortales cuyos hechos transcurren en el contexto de esa Francia agitada y revolucionaria. La historia de los miserables acaba en una revuelta menor sucedida en 1832 (pasada ya la primera revolución francesa y en ciernes la revolución obrera de 1848) pero que contextualiza muy bien todo ese siglo convulso y que sería el preludio de las nuevas revoluciones, especialmente de las revoluciones de 1848 y 1871, que marcaron un hito en la historia del movimiento obrero.
La revolución de 1848 supuso la primera revolución con un marcado contenido y protagonismo obrero. No así la de 1789, donde los pobres fueron la tropa de asalto para instaurar en el poder político a una nueva clase social, la burguesía, que ya había adquirido el poder económico. Para los miserables, las cosas siguieron igual o peor. Pero también fue la última revolución de la época del movimiento obrero que podríamos llamar «pre-ideológica».
La siguiente gran revolución francesa fue la comuna de París, cuyo 150 aniversario conmemoramos ahora. Aquellos comuneros, por primera vez en la historia, lograron cambiar el mundo desde abajo. La verdadera novedad histórica fue que los desarrapados gobernaron la capital más importante de Europa durante más de dos meses. Tras la derrota del gobierno de Napoleón III en la Guerra Franco-Prusiana (1870), París fue sometida a un sitio de más de 4 meses por parte de Alemania. El Ayuntamiento de París, apoyado por la mayoría de su población (dos millones de habitantes famélicos y harapientos) decide no aceptar las terribles condiciones que Alemania impone a Francia (que suponen más hambre en casa de los pobres) y se determina a seguir luchando casi desesperadamente. El gobierno provisional de la República, presidido por Adolphe Thiers, prefiere retirarse de la ciudad e instalarse en Versalles, lejos del conflicto, para intentar doblegar desde allí a la población rebelde.
Los Comuna de París un proyecto político autogestionario
Es entonces cuando, ante ese vacío de poder, un 18 de marzo los excluidos de aquel París se negaron a devolver los cañones empleados en la guerra franco-prusiana y que estaban en esos momentos apostados en el barrio de Montmartre. Esas clases populares habían sido expulsadas a la periferia por la construcción de los grandes bulevares de la burguesía parisina a mediados del siglo XIX, sufrieron las medidas impopulares de alquileres y salarios, la explotación brutal del naciente industrialismo, la beneficencia humillante, la represión de la revuelta de octubre de 1870 y los desastres de la guerra franco-prusiana.
Audacia y Valentía de un pueblo que se enfrentó a Prusia primero y a Versalles después para instaurar un proyecto político popular autogestionario. Por primera vez los oprimidos toman clara conciencia de conquistar el poder político, ya no se trata de una multitud de reivindicaciones, ni de hacer que se oiga su voz. En el manifiesto de aquel 18 de marzo la Comuna proclamó “…los proletarios de París han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el Poder…”. Su experiencia los llevó a entender que tomar el poder no podía limitarse a tomar la máquina del Estado tal y como estaba y usarla para sus propios fines; se trataba de destruir esa maquinaria vigente y construir una nueva. Se trataba de que los de más abajo, por primera vez, gobernasen.
En 72 días de existencia, la Comuna de París condonó los alquileres, se autogestionaron los talleres por parte de los obreros, se separó la Iglesia y el Estado, se suprimió el trabajo nocturno, se hizo una relación de talleres abandonados y se entregaron a los obreros, se suprimieron las obras de beneficencia que “encadenaban al pobre al clero o al Estado”. Por primera vez las mujeres cobraron un protagonismo principal (las petroleras, mujeres como Elisabeth Dmitieff, Nathalie Lemel o Louise Michel, a la que el anarquismo le debe la bandera negra, fueron claves en las luchas comuneras).
Por primera vez aparece un claro componente ideológico con representación de las diversas corrientes que ya iban cogiendo forma. Y es que la Comuna de París fue la última experiencia donde todo el movimiento obrero se siente representado; aunque primó la influencia del mutualismo proudhoniano, conviven codo a codo el protocomunismo blanquista con republicanos jacobinos y otros miembros de la I Internacional. Todas las tendencias de la izquierda francesa del momento fueron partícipes. La unidad de la Primera Internacional, fundada 5 años atrás, seguía vigente y no será hasta el año siguiente cuando saltaría por los aires en las personas de Marx y Bakunin.
Ante el primer intento de cambiar el mundo, los poderosos del momento mostraron toda su naturaleza. Y por ello recibió la más dura represión conocida, cuando el 28 de mayo de 1871 la comuna fue derrotada. Comenzó la semana sangrienta y hasta 5 años después se mantuvo la ley marcial en París. El odio de clase fue durísimo y decenas de miles fueron asesinados por aquella osadía histórica. Pero la semilla en la historia de que la autogestión política, poniendo a los miserables en el centro, es posible, quedó sembrada. A pesar de sus no pocos errores, el sacrificio y la sangre de tantos hombres y mujeres entregados, merecen nuestra humilde memoria.