Charles Dickens: el espíritu de la Navidad

Rafael Narbona

‘Cuento de Navidad’ es un relato perfecto, un clásico con la permanencia de lo fundamental cuya enseñanza es que estas fechas son una invitación a ejercer nuestra libertad

En su Historia de la literatura inglesa (1965), elaborada en colaboración con María Esther Vázquez, Jorge Luis Borges señala que sin lugar a dudas “Dickens era un hombre de genio”. Borges recuerda que Robert Louis Stevenson lo acusó de “revolcarse desnudo en lo sentimental”. El genio puede convivir con el dislate y la arbitrariedad. No lo digo por Dickens, sino por Stevenson, que hizo un comentario injusto. Borges intenta aligerar la imputación, apuntando que Dickens también cultivó “lo humorístico, lo grotesco, lo sobrenatural y lo trágico”. Es cierto, pero no hay que menospreciar su exquisita humanidad, que le ayudó a comprender, compartir y recrear el sufrimiento ajeno. Su niñez pobre y desgraciada afinó su sensibilidad, implicándole de adulto en iniciativas reformistas. Cuando la gloria llamó a su puerta, lejos de olvidarse de los más infortunados, aprovechó su fama para impulsar la reforma de las prisiones, las escuelas y los asilos. Durante su célebre gira por Estados Unidos, pidió apasionadamente la abolición de la esclavitud y recorrió desolado Five Points, el famoso barrio marginal de Nueva York. No había olvidado sus extenuantes jornadas de trabajo en una fábrica de betún, mientras su padre cumplía condena en la cárcel por deudas impagadas. Su tendencia a idealizar el pasado no logró borrar el recuerdo de la miseria de los barrios populares de Londres. Su biografía le predisponía a escribir Canción de Navidad, un inolvidable relato que ha inspirado infinidad de versiones teatrales y cinematográficas. La esperanza y la caridad son virtudes cristianas que Dickens siempre atesoró. En Estados Unidos aprendió que las ideas políticas no cambian el mundo, si no van acompañadas de una transformación interior, capaz de aplacar el egoísmo, la mezquindad y la avaricia. La transformación –o conversión– no es la incorporación a un dogma, sino un giro existencial.

Se ha dicho que Dickens no crea personajes sino caricaturas. Me parece una observación que pasa por alto algo mucho más significativo. Al igual que Shakespeare o Cervantes, Dickens logra encajar realidad y mito, alumbrando arquetipos que trascienden el lugar común para alcanzar resonancia universal. El antipático Ebenezer Scrooge puede ser cualquier hombre que ha olvidado sus obligaciones con sus semejantes. Encarna la voluntad de poder que años más tarde exaltaría Nietzsche, intentando demoler varios siglos de tradición cristiana. La voluntad de poder es la ambición de ser más, de superar cualquier resistencia, de negar al otro, de convertir la dureza en una pasión. La demanda de ternura y solidaridad es –para el filósofo que intentó pulverizar a martillazos lo que hasta entonces se había considerado santo y ejemplar– una expresión de violencia contra el hombre superior. “El cristianismo –escribe Nietzsche en El Anticristo– ha tomado partido por todo lo débil, bajo, malogrado, ha hecho un ideal de la contradicción a los instintos de conservación de la vida fuerte”. Se ha fomentado el odio al hombre superior porque no se soporta su vigor y su insolente salud, que le permite apropiarse de las cosas.

Scrooge no parece ese hombre superior al que canta Nietzsche (un filósofo paradójicamente tímido y sentimental en su anodina intimidad), pero cuando acuden a pedirle un donativo para socorrer a las familias abocadas a pasar la Navidad en condiciones de penuria y precariedad, responde que ya existen instituciones caritativas y que si carecen de recursos para atender a todos los necesitados, no se debería impedir que los más débiles murieran. De ese modo disminuiría el exceso de población. Dickens pone en boca de sus personajes los inmisericordes razonamientos de Malthus, que aboga por la restricción de la natalidad o, en su defecto, por el respeto a los procesos de selección del mundo natural. Nietzsche razona con más impiedad aún. La sociedad debe imitar a la naturaleza, que desecha al más débil. La compasión es un error o, más exactamente, una ofensa contra la vida: “La compasión es antitética de los afectos tonificantes, que elevan la energía del sentimiento vital: produce un efecto depresivo. Uno pierde fuerza cuando compadece”. Dickens escribe su Cuento de Navidad contra esas ideas, reivindicando el espíritu compasivo del Evangelio y las cartas paulinas. No se debe minimizar la dimensión religiosa del cuento, que a fin de cuentas es una historia de pecado, caída, expiación y redención.

Georges Bataille atribuía la infelicidad a la escisión de la continuidad del ser. Ser un individuo significa estar separado de la totalidad. Ese aislamiento solo se supera mediante la violencia sobre el otro. Dickens, muy alejado de las filigranas teóricas de los filósofos, se muestra mucho más lúcido y sincero. La infelicidad brota de la incapacidad de establecer vínculos afectivos. Scrooge, comerciante de vinos y usurero, vive solo. Aunque es viejo, no ha formado una familia. Su aspecto es el fiel reflejo del yermo que ha usurpado su alma. La pluma de Dickens, lírica, fina y precisa, lo describe con maestría: “Duro y cortante como un pedernal del que ningún acero pudo sacar jamás una chispa generosa; taciturno, receloso y solitario como una ostra. Su frialdad interior helaba sus viejas facciones, afilaba su puntiaguda nariz, marchitaba sus mejillas, enrojecía sus ojos y amorataba sus labios; y hacía que, al hablar, su voz fuera seca y chirriante. Una gélida escarcha se había posado en su cabeza, en sus cejas y en su barbilla hirsuta”. No es un rostro, sino una máscara. No es un cuerpo, sino un leño viejo y seco. No es una persona, sino un individuo. La condición de persona solo se hace realidad cuando la propia vida se inscribe en la vida de la comunidad, intercambiando afectos y proyectos. Sin reciprocidad, el hombre se deshumaniza, encallando en una insoportable soledad, donde cada día es turbia y borrosa continuidad, aciaga y mediocre repetición, nunca creatividad, aventura o encuentro. Scrooge está muy cerca del Sade confinado en la Bastilla, que identifica la libertad absoluta con el poder ilimitado sobre el otro. Ambos se hallan completamente aislados, lejos de cualquier experiencia de comunión. Sade vive entre muros. Scrooge puede salir y entrar de su negocio, pero su encierro no es menos real. No ve a sus semejantes. Solo existen para él como materia fungible, como cieno que se pega a las botas y hay que limpiar. Ningún mendigo extiende la mano a su paso; los niños le rehúyen; los perros de los ciegos alejan a sus amos de su presencia, que despide un halo de muerte.

Dickens describe Londres con unos tonos sombríos y oníricos que recuerdan los relatos de terror de Poe: oscuridad impenetrable a las tres de la tarde, frío, humedad y bruma, velas con una llama agonizante detrás de los cristales empañados de las ventanas, fachadas desdibujadas, sombras que entran y salen de la oscuridad. La atmósfera reinante en la gran ciudad podría confundirse con una gigantesca fábrica de cerveza con un aroma fétido. Scrooge no entiende lo que significa la Navidad. Es el momento en que los corazones se abren, la Epifanía de la solidaridad y la compasión. El corazón del viejo comerciante está inmunizado contra esas pasiones. Para Scrooge, sus semejantes son extraños, alteridad radical que no puede ser acogida ni contemplada con indulgencia. Enamorarse es un sentimiento de alienados que deciden unir sus destinos para viajar juntos hasta la tumba. Cada hombre debe ocuparse de sus asuntos y no perder el tiempo con los de los demás.

Scrooge ni siquiera aprecia a su sobrino y lo único que le preocupó cuando murió Marley, su socio, fue organizar un entierro barato. Cuando se le aparece el espectro de Marley, su mentalidad escéptica y burdamente racionalista atribuye la visión a problemas digestivos. Dickens consigue ponernos los pelos de punta, describiendo el aspecto sobrecogedor de Marley. Harapiento, con la mandíbula colgante y los ojos alucinados, su miseria física no es tan hiriente como su condena: “Tendrá que vagar errante por el mundo […] y presenciar lo que no puede compartir”. Si hubiera compartido cuando vivía, si hubiera amado y compadecido, habría conocido la felicidad, pero nunca salió de su despacho. No le interesaba el mundo, no le quitaba el sueño embargar bienes ajenos, enviar a las familias a la calle, quitarles hasta el último penique. No le producía malestar que los niños pasaran hambre y frío. Dominaba a los demás desde su despacho, su ridícula atalaya, el trono que le hacía sentir como un déspota oriental sobre una multitud de esclavos. Ahora está definitivamente separado de los otros. Solo puede observarlos. Hay otros espectros como él. Todos lamentan no poder intervenir en el mundo, ayudando a los que despreciaron y humillaron. Se ha fantaseado muchas veces con las características del infierno. Dickens especula que no es un lugar con torturas medievales, sino un estado de soledad radical, donde no hay posibilidad de ejercer lo que nos humaniza: la responsabilidad hacia el otro, el cuidado de los que soportan las situaciones más acusadas de fragilidad. El diablo separa; Dios convoca y posibilita el encuentro.

Los tres espíritus que se aparecen a Scrooge le muestran la esterilidad de su pasado, la mezquindad de su presente y su infausto porvenir. Nadie le cuidará en la enfermedad, nadie llorará su muerte, nadie conservará sus objetos personales como entrañable recuerdo. Su tumba no será visitada ni honrada. No ocupará un lugar en la memoria de los demás, salvo para despertar una mueca de desprecio. Ha perdido la oportunidad de ser amado. Dejó a su novia porque carecía de dote. Ha llenado sus bolsillos, pero no ha sabido lo que se experimenta al ser padre y contemplar unos ojos infantiles rebosantes de amor. No sabe lo que es el calor familiar. No entiende el espíritu de la Navidad. No comprende que Dios se rebajara hasta el extremo de nacer en un hogar pobre e inhóspito. Siempre había pensado que esa clase de familias deberían ser recluidas en refugios… o prisiones. En la casa de Bob Cartchit, su escribiente, observa el afecto que prodiga a su hijo Tiny Tim, postrado en una silla por culpa de una parálisis en las piernas. Aunque es una escena nada extraordinaria, Scrooge siente que presencia algo fuera de lo común. Tiny Tim no es solo un niño enfermo. Es la imagen de Dios. Dios tiene un rostro humano, no es una abstracción o una fantasía infantil. Como apunta Javier Gomá Lanzón en Necesario pero imposible, el reino de Dios “ya ha tenido lugar. El fin de la historia no coincide con su centro toda vez que éste no se emplaza en el futuro sino en el pasado”. Scrooge ha visto el pasado y ha comprendido que la esperanza no es una entelequia, sino algo que ya se ha producido y marca el rumbo de la historia. De la historia colectiva y de su historia personal. Esta revelación será el punto culminante de su proceso de redención.

Tras su encuentro con los tres espíritus, Scrooge despertará, volverá a la vida, con la oportunidad de redimirse. Su historia aún no ha finalizado. Todavía puede escoger. Su mente se aclara y, paralelamente, la oscuridad de Londres se disipa. La luz inunda los rostros, el aire sopla con frescura, las campanas repiquetean alegremente. Scrooge descubre al prójimo. Abandona su negocio, con una desconocida sensación de paz y plenitud. Charla amistosamente con los vecinos, socorre a los indigentes, contempla con regocijo la alegría de los niños que juegan en las aceras, visita a su sobrino y le manifiesta por primera vez su cariño. Todo le produce placer y alborozo. Su espíritu ya no está sumido en la rabia y el desdén. Por último, visita a Bob Cartchit, le anuncia que le subirá el sueldo y ayudará a Tiny Tim. Se siente bendecido. No es un cambio pasajero. Desde entonces será otro hombre. Algunas personas se burlarán de su transformación, pero no se dejará intimidar por los chismes y rumores. Se ha convertido al fin en un hombre sabio y bueno. “Ojalá pueda decirse lo mismo de nosotros, de todos nosotros! –concluye Dickens, con acento evangélico-. Y así, como dijo Tiny Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos!”.

Dickens nos dice lo mismo que Álvaro Petit Zarzalejos en Que aún me duelas, accésit del premio Adonais 2017: “Hay cierto valor en una sonrisa, / cierto imperio. / Es como batirse de duelo / con la existencia”. La sonrisa es “una osadía, signo de almas libres”. Jesús Montiel prolonga esa convicción en su conmovedor Sucederá la flor: “Un rostro amable es un ejército, la explosión de una bombilla en la tiniebla, una mano bien abierta, tendida en un desfiladero”. Scrooge se redime mediante la sonrisa. Recupera el imperio sobre su propia vida, reescribiendo su destino. Deja de ser el objeto pasivo del Mal, que le ha encadenado a la impiedad. Los espectros que se le aparecen van encadenados porque ya son esclavos sin posibilidad de redención. Su eternidad es una eternidad de tinieblas. La conversión de Scrooge le hace un hombre libre. Su rostro ya no es sombrío y agrio, sino amable y resplandeciente, una luz en el Londres oscurecido por la neblina. Su mano ya no está cerrada, sino abierta. Cuento de Navidad es un relato perfecto, un clásico con la permanencia de lo fundamental. Quizás la realidad es más amarga, pero ese hecho no afecta a su enseñanza esencial: la Navidad es una invitación a ejercer nuestra libertad.

 

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